El regreso del papa Francisco al Coliseo para el Vía Crucis, tras dos años por la pandemia, estuvo hoy marcado por la guerra en Ucrania, uniendo bajo la cruz a dos mujeres, una rusa y otra ucraniana, en señal de reconciliación y con miles de fieles orando en silencio por la paz y el final de ese conflicto.
Francisco presidió en silencio esta ceremonia, que conmemora el camino de Cristo a la crucifixión, desde un promontorio en frente del anfiteatro y, tras escuchar los catorce pasajes bíblicos que lo componen, tomó la palabra para pronunciar una oración final.
“Tómanos de la mano, como un Padre, para que no nos alejemos de ti; convierte nuestros corazones rebeldes a tu corazón, para que aprendamos a seguir proyectos de paz; haz que los adversarios se den la mano, para que gusten del perdón recíproco; desarma la mano alzada del hermano contra el hermano, para que donde haya odio florezca la concordia”, imploró.
Este Vía Crucis de Viernes Santo tuvo un alto valor simbólico al estar marcado por la guerra en Ucrania, una crisis que preocupa sobremanera al pontífice y que, aunque no lo mencionó explícitamente como suele hacer, sobrevoló en toda la ceremonia con varios gestos.
En este acto, catorce grupos de personas, este año familias, se van pasando la cruz mientras se leen unas meditaciones, y en esta ocasión se eligió a dos mujeres, una ucraniana y una rusa, para cargarla en la XIII estación, que refleja la muerte de Cristo.
Son Irina, una enfermera ucraniana, y Albina, estudiante rusa, ambas amigas porque trabajan en el Campus Bio-Médico de Roma y que han visto cómo sus vidas cambiaban el 24 de febrero pasado, cuando Rusia decidió invadir Ucrania y sumirla en un devastador conflicto.
La decisión de unir a ambas en el Vía Crucis, un evento seguido en todo el planeta, había suscitado la discrepancia del embajador de Ucrania ante la Santa Sede, Andrii Yurash, y otros sectores, si bien finalmente este gesto de unión se produjo ante los ojos de todos.
Además, hubo un cambio de programa ya que la meditación que debía leerse en este momento, divulgada previamente por el Vaticano, fue eliminada por completo y se optó por sustituirla por una oración.
“Ante la muerte, el silencio es la más elocuente de las palabras. Permanezcamos por lo tanto en un silencio orante y que cada uno, en su corazón, rece por la paz en el mundo”, instó uno de los oradores del Vía Crucis a los fieles, que obedecieron.
A miles de kilómetros de Roma, unas horas antes, el limosnero del papa, el cardenal polaco Konrad Krajewski, celebraba otro Vía Crucis entre las ruinas de las ciudades de Bucha y Borodianka, convertidas en símbolo de la masacre y de la ruina del conflicto.
LAS FAMILIAS, EN EL CENTRO
El Coliseo, símbolo de la persecución de los primeros cristianos, volvió a acoger a miles de fieles -unos 10.000- que acudieron para participar en un rito que se remonta al siglo XVIII, en tiempos de Benedicto XIV, aunque fue retomado en 1959 por Juan XIII.
Este año el Vía Crucis estuvo centrado en las familias y, por ello, algunas de distintas procedencias y situaciones portaron la cruz a lo largo de sus catorce estaciones.
El recorrido fue protagonizado por una pareja joven, otra de ancianos, por una familia numerosa, o con un hijo discapacitado o adoptado. También por otra que acoge a refugiados, por una viuda o por una de inmigrantes que residen actualmente en Italia.
La décimo cuarta estación, que narra la entrada de Cristo en el sepulcro, fue protagonizada por una familia congoleña, la formada por Rauol e Irene, esta última refugiada en Italia, además de sus hijos Federico y Riccardo, de 4 y 11 años respectivamente.
En las meditaciones, inspiradas por las vidas de estas personas, se habló de los “dolores” de las familias actuales, de la pandemia, de los conflictos, de los prejuicios ante la enfermedad o la discapacidad, del luto o de la soledad y la muerte.
LA RODILLA DEL PAPA
Los actos vaticanos del Viernes Santo empezaron con la celebración de la Pasión en la basílica de San Pedro y con una novedad: el papa no se postró en el suelo del templo, como manda la tradición.
Francisco, de 85 años, padece desde hace tiempo un dolor en la rodilla que incluso le dificulta caminar y, por eso, optó por permanecer de pie rezando en silencio ante la tumba del apóstol Pedro para después sentarse en el trono, donde siguió la ceremonia.
Uno de los pasajes de la oración universal que Francisco pronunció al término de este rito solemne, en el único día del año en el que no hay misa en señal de duelo, trató nuevamente de las guerras.
“Dios misericordioso y poderosos, que eliminas las guerras y reduces a los soberbios, aleja lo antes posible a la humanidad de los horrores y las lágrimas para que todos podamos ser de verdad llamados tus hijos”, proclamó en latín, en tono serio.
Francisco cerró así el segundo día del Triduo Pascual, el Viernes Santo, mientras que el sábado protagonizará la Vigilia a la espera del Domingo de Resurrección, cuando impartirá su tradicional bendición “Urbi et Orbi”, a Roma y al mundo. Gonzalo Sánchez
EFE