Llueve a cántaros, llueve copiosamente con inusual intensidad. Es madrugada. Al fondo la ‘tronada’ acerca el chubasco. Es madrugada. Me levanto. Regreso a la cama y ya no duermo. Sigo sintiendo la intensa lluvia. Me obligo a dormir y cierro los ojos, pero los relámpagos retruenan y se acercan. Alumbran esta extraña oscuridad. Me doy cuenta que no son los truenos ni la lluvia lo que me impide dormir. Soy yo y mis pensamientos. Sigo pensando en mis apreciados amigos profesores universitarios que desesperan mientras esperan (esperamos) el mísero pago de la quincena. Las imágenes de centros universitarios abandonados, desolados, destartalados me asaltan el alma.
La lluvia se desencadena y siento las balas que atraviesan los infantiles cuerpos de niños mientras un joven de no más de 18 años, recién escapado de la niñez, los masacra inmisericordemente. Su rifle de asalto apunta sus asombrados y latinos rostros. Los truenos y relámpagos impiden escucharme, y siento un antiguo recuerdo, son los días cuando entraba a la industria del acero a saludar a los amigos obreros, pero ahora también ese recuerdo de humo, ruido y calor me acerca esta acería ucraniana donde cientos de personas se han atrincherado mientras la guerra en su país acentúa el drama ancestral de seguir siendo homo faber, neandertales, pitecantropus, prehumanos.
Esta lluvia copiosa y densa acentúa esta noche de pensamientos lúgubres y mi mente no se aquieta, sigue lloviéndose de recuerdos, va y viene mientras se estremece, se alumbra de relámpagos, se hace pasado, presente y no avizora ningún futuro. Pienso en los prisioneros lanzados a eso que llaman ‘la tumba’, ese foso blanco y frío donde dicen que aprendes a temblar como un motor viejo. Donde las palabras que delatan salen suavecitas de tu boca y se hacen verdad virtual, una especie de ‘fake news’ que revela escondrijos y madrigueras.
Arrecia esta lluvia de madrugada y sigo con la mirada perdida en la oscuridad de esta habitación. De pronto me llegan los pasos de cientos, miles, millones de seres que se convirtieron en migrantes, la desesperación por huir del hambre y la persecución les obligó a refugiarse al borde de los caminos. Dejaron sus huellas en otras tierras, en otras aguas, subiendo las alturas andinas o en las aguas del Caribe, o en las aguas del Mediterráneo. Esta agua dulce que cae es un agua llorosa y triste. No alegra para nada el alma, quizás la limpia, pero no la aquieta.
-Hay tanta pena en el mundo, pienso. Tanto sufrimiento. Nos hermanamos en el dolor, me digo. Tanto progreso material, tanta producción de bienes y servicios, tanta corredera y adelanto tecnológico para estar muriendo todavía por una antigua viruela del mono. Es como una premonición, un ancestral recuerdo de donde algunos dicen que provenimos. La ‘tronamentazón’ dispara las gotas de lluvia y las paredes, los vidrios de las ventanas se estremecen, retumban como un coro de agudos cantos monásticos.
-Sí, la felicidad va emparentada con la libertad para lograr una estabilidad material, seguridad y protección familiar y del Estado donde vives. Pienso mientras escucho el agua que cae y el viento fuerte silba entre las ráfagas de una lluvia que ahora se vuelve menos intensa y se aquieta.
La lluvia de este mayo sin fronteras, que cae esta madrugada, debe ser la misma y diferente, igual y otra, que en Malasia o en Vietnam o India, donde los vientos se transforman, caen en gigantescos tifones. Otras lluvias caen en África, al centro y sur, donde hay animales extraños y seres humanos que bailan y cantan con instrumentos donde nacen todas las músicas, todos los ritmos y cadencias que hemos conocido.
O en el Ártico, o Alemania o Polonia, donde las miradas buscan el abrazo del Otro semejante o diferente para sentir su cálida piel. La lluvia, esta lluvia que cae esta madrugada y me visita, debe traer un agua renovada, de regreso, vuelta a circular, una y otra vez, en la eterna magia que ofrece su decir, su silencio, para limpiar penas y tristezas, para aplacarnos el alma estremecida y al borde del desamparo, tan frágil y humana.
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