El inmenso contenedor de un camión en las afueras de San Antonio Texas con la fúnebre carga de 53 cuerpos inánimes de inmigrantes latinoamericanos que iban en busca de vida a EE.UU. y, al otro lado del mar, al pie de la valla fronteriza que quisieron saltar, 23 cuerpos de africanos que huyendo del hambre ansiaban arribar al Protectorado español de Melilla, acaecidos ambos casi el mismo día, son un signo doloroso de nuestro tiempo. Con su desgracia, ilustran la suerte de millones de seres a quienes la geografía política encierra en territorios donde no quieren, o mejor, no pueden estar mientras siga viva su aspiración legítima de una vida digna.
Las corrientes migratorias no cesan y crecen día a día. Europa es objetivo permanente de quienes provienen del cercano Oriente y de África, unos huyendo del hambre otros de la guerra. América se ha convertido en un hervidero migratorio, unos buscando el Norte, atizados por la miseria y la violencia en Centroamérica, otros, concretamente millones de venezolanos, huyendo de la falta de oportunidades, la ruina y el asedio político hacia cualquier destino distinto a la miseria de su propio suelo.
La migración masiva constituye un reto moral para la humanidad y concretamente para los gobiernos. No puede dársele la espalda. La respuesta que se da distingue la nobleza de la indiferencia. Los migrantes venezolanos han constatado una y otra actitud, incluido el rechazo indigno y vergonzoso en algunos países a los cuales calificábamos de hermanos. Pero entre todo lo que acontece, emerge con noble grandeza, la actitud del Presidente Iván Duque de Colombia. Su gesto genuino de hermandad histórica entre nuestras naciones, al conceder legal, institucional y afectiva acogida a dos millones de nuestros emigrados, lo hace merecedor del agradecimiento eterno de los venezolanos. La suya, es la más fidedigna afirmación de Bolivarianismo que recordemos.