En la generalidad de las encuestas recientes de opinión sobre la dirigencia política, un rasgo común significativo es el contundente rechazo y la irrisoria preferencia por todos y cada uno de los presuntos lideres, tanto de oposición como jerarcas oficialistas. Revelador de una actitud colectiva que es poco auspiciosa para un país postrado en veinteañera decadencia, ante la cual, el oxígeno que aportan unos dólares sobrevenidos, cierta tolerancia hacia lo privado y una economía de puerto libre, distan de ser signos de haber superado el mal estructural.
Priva la desconfianza en el espíritu del colectivo social. No se cree en líderes y tampoco en partidos políticos. En la medida en que se pierde interés en lo que atañe al destino del país, la atención se focaliza exclusivamente en resolver las necesidades de cada núcleo familiar en alimentación, salud, educación y otros rubros. Al contrario de años anteriores, la cosa pública ha sido dejada a un lado, es un elemento exógeno, y cuando se aborda se hace esencialmente teñida de escepticismo y desengaño.
Ha crecido exponencialmente la pasividad frente a lo político, desestimándolo como requisito para romper el marasmo actual y encontrar el camino hacia una sociedad de bienestar. Prevalece el presente y el yo como preocupación única del individuo en un clima político apaciguado, en el cual priva la desangelada “ausencia de una ilusión hacia el mañana”, diríamos acudiendo a Ortega y Gasset.
El tema es crucial para la oposición democrática, distante hoy de la cotidianidad ciudadana, lejana de los dramas y los reclamos diarios de las mayorías. Recuperar credibilidad y confianza es la meta inmediata, la cual exige como condición ineludible vertebrar de nuevo la coalición de partidos y organizaciones civiles. Hasta tanto esto no ocurra, la vida y los días transcurrirán inalterables para deleite de la banda gobernante