¡Ah, mi querida Celeste! ¡Si muriéramos todas las veces que hemos creído morir! —confesaba Marcel Proust a su fiel servidora de los últimos años de su vida. Pocos seres humanos han advertido con más naturalidad el acecho de la señora Muerte que este genial escritor francés, autor de En Busca del tiempo perdido.
Supo desde muy niño, cuando estuvo a punto de morir repentinamente por uno de los fuertes ataques de asma que siempre lo atormentaron, que ella, la muerte, sería una fiel, juguetona y azarosa compañera hasta que él decidiera poner fin a la propia novela de su vida, una de las mas bellas e inmortales de toda la historia de las letras.
Si en Proust el acecho de la muerte estuvo marcado por su enfermedad, en la mayoría de los humanos este está solo consagrado por el olvido y la indiferencia, que solo se vuelven presentes cuando nos acosa la enfermedad, la ruina o la mala suerte, o cuando naturalmente entramos en la vejez y las defensas inmunológicas van mermando, las facultades físicas disminuyendo y la vanidad de la memoria desvaneciéndose.
Todo, absolutamente todo se convierte en una caja de pandora. Por las noches nos asalta el temor de lo imprevisto: el sueño, antes posibilidad de fantasías, ahora vigilia y sobresaltos. La cabeza ya no puede posarse plácidamente sobre la almohada como cuando niños. La ilusión del mañana se ha esfumado; ya nadie nos espera impaciente ni menos enamorada. Es posible que sí un lumbago, un intenso dolor en la espalda o un malestar estomacal resultado del colon irritable o una diverticulitis.
En cualquier momento aparecerá el mal, luego de los síntomas. Nadie sabe si será lento o si será fulminante. Será el corazón o el colon. Cáncer de mamas o de próstata. Será un ACV o un infarto. Todo es desasosiego, incertidumbre, expectativas. Las noticias de nuevas pandemias, las tentaciones totalitarias, las amenazas de una nueva confrontación nuclear y la alienación enfermiza de las nuevas tecnologías te complementan un panorama tóxicamente depresivo en el que un autócrata a ritmo de salsa se burla de la gente, a la que devuelven en vuelos chárter, o mueren en el intento de alcanzar una vida digna atravesando un desierto o en un naufragio en alta mar.
Entonces, cuando llegamos a ese punto, existe una tendencia a recuperar el tiempo perdido; todos soñamos volver a empezar, en qué estación no sabemos, con qué liderazgo religioso menos, pero, estoy seguro, existe una dimensión especial y única para cada uno, en un mundo donde los dioses vendrán del exilio, serán mejores que nosotros y no serán electrónicos.
Siento que somos un gran experimento de una raza superior que nos observa y trabaja arduamente para mejorarnos; cada cierto tiempo somos evaluados como una cultura universal que tiene segmentos donde avanza y otros donde retrocede, virtudes que la consagran y pecados en los que obstinadamente insiste. Grandezas que nos decoran y muchas más miserias que nos atrasan.
Hay quienes son adelantados y en su cultivo se transforman en grandes motores de la humanidad, y hay otros que con su pensamiento y acción desdicen de ella. Las próximas confrontaciones en el mundo no serán por religiones, ni por dominio geopolítico o geoeconómico; serán entre los humanos y los digitales. Entre partidarios del control tecnológico absoluto, que será el más vergonzoso de los totalitarismos y las dictaduras apoyadas en ese control, y los partidarios del humanismo espiritualista, defensores de la libertad sin ningún yugo ideológico, religioso y menos aún electrónico.
Tres focalizaciones, en mi singular manera de ver y sentir, deberá hacer el hombre de bien para tener una partida honorable y digna, sin tribulaciones y con estirpe de ciudadano guerrero: el sentido de responsabilidad con uno mismo y con los que se quedan, un acto de fe con su destino; darle al alma el mejor impulso y ofrecerle los mejores gozos de la imaginación y del espíritu; y, por último, vencer los umbrales de dolor y domesticar el miedo a la eternidad.
Cuando hablo de responsabilidad con uno mismo, digo ser consecuente con la verdad y la belleza, los valores y los principios que nos han hecho una raza superior: la raza humana, que siempre busca bondad, amor y justicia, que trabaja por el bienestar de todos y la grandeza de alma. Eso que también expresan desde el principio de la era cristiana los diez mandamientos y los otros sagrados derechos que consagraron para la dicha humana: la revolución francesa y la americana.
Hablo de preservar el respeto al libre albedrio y la libertad de elección de cada quien, y a la familia como el germen primario de la civilización, con sus nuevas normas, pero siempre preservando su solidez institucional. Hablo de libertad plena, tolerancia y pluralidad, en un mundo donde el individuo se exija más para el progreso y el desarrollo espiritual y humano. Un mundo donde no se aplauda la estupidez, el mal gusto y la exaltación de un ego extraviado y vacío.
Hablo de respeto al apellido, al legado de nuestros ascendientes que protegemos y defendemos y cultivarán nuestros descendientes. Ese será nuestro máximo trofeo a donde vamos; es mentira que todo termina aquí, en este plano; hay muchos otros y también muchos otros futuros.
Cuando digo fe con su destino y darle al alma el mejor impulso y ofrecerle los mejores gozos, solo pretendo consagrar al final al espíritu humano en uno de sus tiempos y darle toda la vida a la imaginación para poder compartir como hijo de Dios la bondad, el amor y la belleza. Se trata de hacer de la ceremonia del adiós un disimulado e inolvidable ritual lleno de agradecimiento, solemnidad y esperanza.
Se puede vivir muriendo y morir viviendo; particularmente elijo la segunda opción, que es una forma de no morir. Los umbrales de miedo y de dolor son proporcionales a la ignorancia de cada quien. Solo mediante el conocimiento y la meditación se puede llegar a la sabiduría. Cuando aprendemos a deletrear el silencio y a degustar la soledad, hemos llegado a aceptar un final temporal, que en algún día volverá a hacerse vida.
Por eso yo hablo de fallecimiento, no de muerte; la muerte como tal no existe. Fallecemos porque algo físico ha muerto en nosotros que no se puede reparar. Pero nuestro espíritu sigue vivo hasta el final de los tiempos. Esa es la verdadera fe. No temer a lo desconocido y seguir, sino hasta el final como si estuviéramos viviendo lo mejor de nuestra juventud a través de las bellas artes, que tanto reivindican lo mejor de la parte oculta que todos los seres humanos llevamos dentro y que hace a cada uno tan especial y tan singular. Valorando con más fuerza la amistad y la fraternidad, esos dos sentimientos que nos hacen tan genuinos para prodigar afecto y ternura.
Mahatma Gandhi dijo acerca de la muerte: La muerte no es mas que un sueño y un olvido. Víctor Hugo, escritor de lo feo, a decir de Proust, creía: No es nada grave morir. Espantoso es no vivir. Hay tantas definiciones de la muerte como seres humanos existimos. Y dentro de ellas, tantas clasificaciones como denominaciones. A mi manera de entender, la de Julio César fue una patética muerte; la de María Antonieta, una muerte cruel; la de Goethe una luminosa muerte; la de John F. Kennedy, una fea muerte; la de Frances Haslam, una de las abuelas de Borges, una muerte tierna: pidió perdón a sus hijos por morir tan despacio, y la de Marcel Proust, una bella muerte, coincidió con el final de su magna obra, porque Madame La Mort tiene su estética y por lo tanto, también, su charme.
Leon Sarcos, agosto 2022