El 25 de agosto de 1944 las tropas de las Fuerzas Francesas del Interior, los miembros de la Resistencia y algún batallón del ejército norteamericano entraron triunfantes a París. Después de cuatro años de dominación nazi, la capital francesa había sido liberada.
Por infobae.com
Hitler había dado la orden de destruirla. No podía ser entregada. Por teléfono hizo la pregunta que funcionaría como síntesis, como perfecta elipsis de ese momento: “¿Arde París?”. Lo que él no sabía era que su hombre en Francia, el general Dietrich von Choltitz, había decidido desobedecerlo. Algunos de sus subalternos y el embajador sueco lo habían disuadido de desatar el desastre. Ya no valía la pena. Era cuestión de tiempo: la guerra estaba perdida.
El Día D había sido decisivo. El desembarco en Normandía consiguió que las tropas aliadas fueron ganando terreno en Francia. Por el Este, el Ejército Rojo se acercaba a Alemania. Y una carrera callada se había iniciado: ¿Quién llegaría primero a Berlín?
El General De Gaulle presionaba a los Aliados para que con sus tropas llegaran hasta París. Eisenhower tenía otra idea. Pretendía rodear la Ciudad Luz y seguir camino hacia el norte, hacia la frontera con Alemania para no darle tiempo a sus enemigos. No desviar su atención. Pero nada era tan sencillo.
En Francia, la Resistencia hacía su trabajo y quería derribar el dominio nazi. Lo mismo pretendían los comunistas que luchaban entre sombras y los miembros del ejército francés.
Los Aliados intentaban mantener sus planes. Y dedicarse a París en el momento adecuado. Además pretendían poner un gobierno mixto. Para los franceses era una nueva humillación. Pero tanto Estados Unidos como Inglaterra sabían que apurar el control de París iba a traer problemas logísticos: debían procurar alimentos para cinco millones de personas.
Pero el General Leclerc, líder de las Fuerzas Francesas del Interior, desoyó las órdenes de los Aliados y avanzó sobre la ciudad. Los demás actores hicieron lo mismo. Nadie quería quedarse sin su porción de gloria ni ceder demasiado poder para lo que vendría. Los Aliados, pese al enojo porque sus órdenes no fueron seguidas, acompañaron. Los motivos principales fueron dos. Deseaban ser partícipes, adjudicarse méritos ciertos en la gesta y, por otro lado, la experiencia reciente del Levantamiento de Varsovia y la cruenta y salvaje represión por parte de los nazis, ante la indiferencia soviética, era una experiencia que no querían que se repitiera. El general nazi Dietrich von Choltitz fue apresado. A las pocas horas firmó la capitulación.
De Gaulle anunció la liberación. Habló por la radio para los franceses y para la posteridad: “París ultrajada. París destrozada. París martirizada. Pero París ha sido liberada. Por ella misma. Por su pueblo. Con la colaboración de los ejércitos de Francia, con el apoyo y la colaboración de toda Francia, de una Francia que lucha, de la verdadera Francia, de la única Francia, de la Francia Eterna”.
París tenía en ese momento mayor valor simbólico que estratégico. El régimen títere de Vichy también cayó. Las calles de París se convirtieron en una fiesta. Los nazis ya no las pisaban. Bailes, música, besos, desfiles triunfales. Abrazos, vítores para los héroes, reencuentros. La Marsellesa enrojecía las gargantas. Los cuatro años de sojuzgamiento y dominio nazi habían quedado atrás. Se multiplicaban las escenas alegres y emotivas.
Casi todas las escenas. Otras eran escalofriantes.
Una foto de Robert Capa, sacada diez días antes, perpetuó una de esas situaciones. Es de la liberación de la ciudad francesa de Chartres. Una mujer camina en medio de una multitud, en sus brazos un bebé envuelto en una manta. Delante de ella, un hombre con un hatajo de ropa; el hombre, presumiblemente el padre de la mujer, con una boina en su cabeza lleva la vista clavada en el piso y un gesto amargo en la cara. La mujer, detalle fundamental, está rapada. Alguien rasuró a cero su pelo. El signo de la ignominia, la marca de la colaboración con los ocupantes nazis. El bebé en sus brazos parece ser la prueba más cabal de ello. Dos policías la llevan detenida o la escoltan, no sé sabe. Alrededor y detrás de ella centenares de habitantes del pueblo. Se burlan de ella, sonríen con satisfacción, disfrutan de la situación. En sus caras hay deleite, una furiosa alegría por el cambio de destino de la mujer.
Luego de su liberación París -y toda Francia- presenció muchas escenas similares a ésta. Los que eran acusados de colaboracionistas recibían el oprobio público. Hubo linchamientos, lapidaciones, mutilaciones y otras aberraciones. Los días posteriores no discernían entre nivel de colaboración, traición, delación y cualquier otro contacto asiduo que se hubiera tenido con las fuerzas de ocupación o el gobierno de Vichy. Bastaba la simple sospecha. Ni bien finalizó la ocupación y se logró la liberación, comenzó una nueva etapa, la de una nueva Francia libre.
El primer paso fue la depuración.
Los primeros juzgadores fueron los miembros de la resistencia que actuaban en plena calle o en virtud de la autoridad conferida por las sentencias sumarias emanadas de los tribunales populares (y clandestinos) conformados por ellos mismos. Luego, se extendió a los habitantes de las distintas poblaciones que en plena calle y aprovechando encuentros fugaces o casuales actuaban en nombre propio.
Las autoridades comprendieron con celeridad que ese proceso debía ser institucionalizado para que la violencia no ganara las calles. En Francia, como en todos partes, habían existido los colaboracionistas, los que integraban la Resistencia y los que habían seguido viviendo sin involucrarse de ningún modo. Se sustanciaron miles de juicios.
Rapar a las señaladas pareció el primer paso. Después vendría el resto. Jean Paul Sartre presenció varias escenas como la de la foto de Capa. Las mujeres humilladas mientras una turba feliz las rodeaba y se burlaba de ellas: “Aunque hubieran sido unas criminales, aquel sadismo medieval no habría dejado de producir asco”, escribió.
Los modos de colaboración habían asumido los más diversos rostros. A esas mujeres rapadas y vilipendiadas se las acusaba de colaboracionismo horizontal. Estaban aquellos que habían gobernado Francia durante esos años (el mariscal Petain, Pierre Laval y sus ministros). Los que habían delatado. Los que habían realizado negocios con los nazis. Y los que habían, con sus escritos, alentado y fundamentado la alianza con los nazis y las persecuciones raciales. Los que habían traicionado a la patria cooperando de cualquier forma con el invasor. Estaban los que habían elegido un bando por convicción. También aquellos que habían obrado movidos por el temor, el interés económico o la mera ambición de poder.
El apelativo de colaboracionistas tuvo su origen en el discurso radial de Petain donde instó al pueblo francés a colaborar con los nazis en los albores de su gobierno. No fue sólo un fenómeno francés. Ocurrió en todos los países invadidos por los ejércitos hitlerianos. En otras partes de Europa se los llamó Quislings, en virtud del primer ministro noruego, Vidkun Quisling, quien se puso al servicio de los alemanes sin ambages. La gran mayoría de los implicados en las acusaciones habían combatido defendiendo a sus respectivos países en la Primera Guerra Mundial. Otros lo habían hecho hasta la ocupación nazi efectiva. Francia, quizás, fue donde se comprobó esto con mayor frecuencia.
El mariscal Petain era un héroe nacional. Alguien dijo que para 1940 en Francia había cuarenta millones de petainistas, toda la población. En la Primera Guerra Mundial había sido el héroe de Verdún y nombrado comandante en jefe de las fuerzas armadas francesas. Apenas obtenida la victoria se lo designó mariscal y miembro de la Academia Francesa de Ciencias Morales y Políticas. A lo largo de los años desempeñó los más altos cargos públicos. El pueblo francés lo adoraba. Luego de la caída de París, el gobierno recayó sobre él. Firmó un armisticio con Alemania e instaló su gobierno en la ciudad de Vichy. Abandonó rápidamente la neutralidad y convocó al pueblo a colaborar con los nazis para evitar la destrucción del rico patrimonio francés. Se comenzó a perseguir a los judíos con el dictado de duras leyes de exclusión.
Liberada Paris, Petain fue detenido (luego de su regreso de Alemania donde había sido llevado para evitar represalias) y juzgado unos pocos meses después.
El juicio atrajo la atención de todos los habitantes del país. La figura rectora del país, su padre moral por casi treinta años, estaba siendo juzgado. El cargo: alta traición. Lo encontraron culpable. La condena: pena de muerte, degradación nacional y confiscación de todos sus bienes. El general De Gaulle condonó la pena de muerte. Fue reclusión perpetua en miras a su edad avanzada.
Pierre Laval, jefe del gobierno de Vichy, no tuvo tanta suerte. Lo fusilaron, en cumplimiento de su sentencia, el 15 de octubre de 1945 en Fresnes. La ejecución tuvo sus inconvenientes. Al entrar, esa mañana, los carceleros a la celda de Laval, lo encontraron moribundo. Había intentado suicidarse ingiriendo cianuro. Un médico le realizó lavajes de estómago durante varias horas.. Hasta que el prisionero pudo mantenerse en pie. Debía gozar de buena salud para ser fusilado. Lo vistieron y lo condujeron al patio de la cárcel. Allí habían improvisado el lugar de fusilamiento y a último momento habían conseguido un poste. Larval tambaleante se dirigió al centro del patio. Pidió no ser atado. No le hicieron caso. Su último grito fue: “!Viva Francia!”
Los juicios se sucedían a gran velocidad. Los fusilamientos también. La depuración era una causa nacional. Él único que podía evitar que la condena se ejecutara era De Gaulle. Él revisaba personalmente los casos. En la mayoría de los casos mantenía las decisiones de los tribunales.
Para que los juicios tuvieran legitimidad se los fundó, principalmente, en un conjunto de artículos del código penal preexistente al gobierno de Petain. El artículo 75 era la norma clave y decía:
Será culpable de traición y castigado con muerte:
1.- Todo francés que lleve armas contra Francia
2.- Todo francés que mantenga connivencia con una potencia extranjera con vistas a inducirla a emprender hostilidades contra Francia (…)
3.- Todo francés que, en tiempo de guerra, provoque a los militares o marinos a pasar al servicio de una potencia extranjera
4.- Todo francés que en tiempo de guerra mantenga connivencia con una potencia extranjera o sus agentes, con vistas a favorecer las empresas de esa potencia contra Francia.
Fueron juzgados, condenados y ejecutados hombres y mujeres de todas las profesiones. Un caso paradigmático lo representaron los escritores.
Drieu La Rochelle era un intelectual prestigioso. Ernst Junger lo visitaba con frecuencia. Conoció nuestro país gracias a la invitación de Victoria Ocampo, de quien fuera amante. “Borges vale el viaje”, dijo después de conocerlo en los jardines de la casona de Victoria en San Isidro a mediados de la década del 30. Sus simpatías nazi-fascistas lo habían condenado. En medio del clima de la liberación francesa, Drieu La Rochelle escapaba y se escondía. “Moriré a manos de los comunistas, prefiero que me maten ellos en lugar de los milicianos gaullistas. Pero creo en el comunismo, y me doy cuenta muy tarde de la insuficiencia del fascismo. Por lo demás, consideraba el fascismo sólo como una etapa hacia el comunismo. Pero es imposible convertirse en comunista: en la práctica, se opone a ello mi esencia burguesa”, escribe en una de las últimas entradas de su diario. No lo mataron ni unos ni otros. No aguantó más. Una noche de marzo de 1945 tomó el contenido de tres tubos de somníferos y abrió las llaves de gas de su departamento. Tenía 45 años y había escrito: “Apostamos y perdimos. Cuando uno inicia una aventura, es necesario llegar hasta el fin y sufrir todas las consecuencias”.
Celine, Drieu Larochelle, Sacha Guitry, Thierry Maulner y muchos otros apoyaron al régimen de Vichy, tuvieron –al menos- simpatías nazis y fueron antisemitas. No fueron los únicos. George Simenon publicó escritos antisemitas en los albores de la guerra. Marguerita Duras y André Malraux se pasaron a las filas de la Resistencia, tras el desembarco aliado en Normandía. Pero, sin dudas, el caso paradigmático de la relación entre intelectuales y colaboracionismo lo represente el de Robert Brasillach.
El 6 de febrero de 1945 fusilaron a Robert Brasillach, antisemita, defensor del régimen de Pètain y de la ocupación alemana. Además era poeta, escritor y periodista. Al ser ejecutado tenía 35 años y su biógrafa Alice Kaplan lo llama el James Dean del fascismo francés. Como director del semanario Je suis partout atacó a los judíos, atacó a la Resistencia y expresó todo su ideario fascista. Propugnaba un antisemitismo racional en oposición a lo que él llamaba un antisemitismo visceral como el de Cèline. Pero no mató ni torturó a nadie. Tampoco existen constancias de que haya entregado o delatado a alguien. ¿Puede ser un escritor condenado a muerte por lo que escribe? Aún en los agitados tiempos de la posguerra francesa esa fue la cuestión que se planteó. Robert Brasillach fue el único intelectual de cierto renombre fusilado.
Con la huida de los nazis, Brasillach se fugó y escondió un tiempo. Tuvo que salir de su escondite y entregarse: la Resistencia había detenido a su hermana y a su madre. Las dos fueron rehenes, alojadas en las cárceles populares, sin cargo alguno en su contra más que ser las dos personas más allegadas al escritor.
Brasillach, un escritor mediocre, concibió en la cárcel sus dos mayores obras, Cartas desde la prisión y Poemas de Fresnes.
El juicio fue expeditivo. Tres días de audiencias fragorosas y desordenadas. La acusación era traición a la patria, habiendo colaborado con la propaganda nazi. Los juristas, apenas comenzados los juicios por traición, notaron que no todos los casos se ajustaban al artículo 75 del código penal. Legislaron con velocidad. Englobaron todos esos delitos en una fórmula general: “Atentado contra la unidad de la nación, o contra la libertad y la igualdad de los franceses”.
La sentencia se conocía antes de empezar el proceso. Brasillach lo sabía y se condujo con serenidad y dignidad. No negó ninguno de los hechos, se arrepintió de algunas pocas opiniones y fue sincero. Su táctica, escribiría en una carta a un amigo desde prisión, era la sinceridad, expresar su convencimiento. Aunque de nada sirviera. Encabezados por Francois Mauriac un gran número de intelectuales (Valèry, Paul Claudel, Albert Camus, Jean Cocteau y Colette, entre otros) clamó públicamente clemencia para el escritor. “Es terrible hacer caer una cabeza, incluso si piensa mal” dijo Mauriac, a quien Brasillach había denostado públicamente en los tiempos de la guerra (Brasillach en reconocimiento a la gestión y al desprendimiento de Mauriac dejó instrucciones de que si sus escritos eran reeditados debían eliminarse todos los agravios que él le había dirigido a Mauriac). Los intentos fueron vanos. De Gaulle, el único que podía suspender la ejecución, no dio marcha atrás, “A gran honor, gran castigo”, habría dicho. El caso había tomado demasiada trascendencia y dejó que ejecutaran a Brasillach para demostrar la voluntad concreta de depurar a fondo a Francia.
Los jueces al leer la sentencia hicieron especial hincapié en la connivencia del acusado con el enemigo. Mientras Brasillach era sacado de la sala, uno de los asistentes se arrojó encima de él y le espetó: “Es una vergüenza”. Brasillach sonrió con tristeza y mientras seguía caminando, contestó: “Es un honor”.
Lo fusilaron, ese 6 de febrero de 1945, en el Fuerte de Montrouge. La trascendencia de su caso posibilitó que no se condene a muerte con posterioridad a ningún otro intelectual.