Fue un maestro de escuela, antes de la segunda guerra mundial, el que sintió la inspiración y con oratoria vibrante recordó a los italianos que en algún momento no sólo habían sido imperio e historia, sino que la historia la habían hecho ellos mismos llevando las leyes y la república romanas desde las colinas hasta las remotas Dacia y Germania, a pesar de momentos de locura como los escasos y corrompido años de Calígula, adulante y quizás asesino de Tibero e indigno hijo de su padre Germánico. Pero Caligula estaba loco.
El mensaje de Benito Mussolini –quien soñó una gran Italia pero nunca entendió que los italianos no querían guerra con o sin fascio sino prosperidad y grandeza- fue captado y tergiversado por un austríaco herido en la I Guerra Mundial, soldado mediocre y mal pintor, quien aprovechó la desesperación de los alemanes derrotados y maltratados por los europeos –especialmente por los franceses- como consecuencia de la derrota en la I Guerra Mundial que practicaron gracias especialmente a la abundante ayuda del imperio en desarrollo alimentado por europeos emigrantes, Estados Unidos.
Hitler, que disimuló hasta la saciedad su origen judío –remoto, pero real- dio a los alemanes el orden y el espíritu de renacimiento que buscaban para poder comer y ser de nuevo la Gran Alemania, la guía hacia la reconquista del mundo que la mayoría de los alemanes soñaba y que un ya muy viejo y veterano mariscal no supo conducir.
Lo curioso del caso fue la sintonía de tres hombres muy diferentes entre sí para rescatar los países derrumbados en Europa para cambiar la historia. Un maestro de escuela con ansias de emperador con seguidores entusiastas pero sin imperio en Italia, un militar de medio pelo y mal pintor en la que había sido, volvió a ser y ha renacido como locomotora de Europa, Alemania, y un brillante general de pequeño físico y voz meliflua en España, gallego triunfador en la África norteña española, quien desdeñó al fascismo de Mussolini y al nazismo de Hitler y se dedicó, con persistencia gallega, a reconstruir la España arrasada por la guerra civil entre el comunismo soviético y el conservadurismo español.
A Mussolini y a Hitler los mató la guerra, las masas estadounidenses que desembarcaron en las playas sangrientas de Normandía y las masas rusas que corrieron desde Stalingrado para confluir en un Berlín borrado del mapa, mientras Franco, con astucia y paciencia gallegas, sobrevivía en la España que se dedicó a reconstruir ladrillo a ladrillo.
Hoy, muertos esos grandes protagonistas, guardada la silla de ruedas de Roosevelt y cerrado el piano de Truman, Alemania, España e Italia son potencias industriales con proyección y presencia mundiales. Socialdemócratas y socialcristianos mantienen pujante a Alemania y sólo la torpeza del ruso Vladimir Putin ha hecho germinar de nuevo el armamentismo alemán esta vez con apoyo estadounidense, en Inglaterra se produce un cambio esplendoroso de monarca mientras su democracia se profundiza, en Francia gobierna la centroderecha de Macron con esperanzas firmes de la derecha de la señora Le Pen, en España el socialismo ha cometido suficientes errores como para prever el regreso de la derecha al poder y en Italia, tras muchos dimes y diretes, la derecha regresa al mando republicano.
Se completa el círculo porque Putin, aparte de meterse él solo en un berenjenal que incluye la pérdida misteriosa de sus principales cómplices, es comunista por ruso pero no porque crea en Marx.