HABLO DE tortura en el título de este artículo, pero me refiero a un conjunto de prácticas, a una operación orgánica que consiste en elegir víctimas, entre dirigentes sociales, políticos o simples transeúntes; irrumpir en sus hogares en la horas de sueño más profundo –la madrugada–; robar los bienes de la familia, con frecuencia personas muy pobres (hay casos donde los funcionarios han vuelto dos y tres veces para finiquitar el despojo); secuestrarlas y desaparecerlas por días, semanas o meses; a veces, las conducen a una de las 17 casas clandestinas de tortura que, hasta la fecha, han podido registrarse; otras, las llevan directamente a la sede del organismo –por ejemplo, a la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM) y al Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN)–; allí las someten en sótanos y lugares infectos, donde comienza el martirio: sesiones incesantes de tortura. Algunos de esos sótanos son guaridas de ratas, cucarachas y otras alimañas, espacios nauseabundos por los que circulan aguas negras.
Pero el régimen de Maduro no ha terminado su programa de odio: acosa a las familias de los presos políticos. Les niega el derecho a la información. Les impide visitarlos. Las amenaza: les prohíbe hablar con periodistas o defensores de los derechos humanos. Les extorsiona: dinero a cambio de entregarles un medicamento o de permitirles la visita. Se exigen favores sexuales para reducir el sufrimiento corporal de las víctimas. La primera verdad que quiero consignar es que la tortura en Venezuela no es un fenómeno aislado, coto exclusivo de militares y funcionarios policiales, sino una operación orgánica, en la que interviene un elevado número de funcionarios e instituciones.
De esto habla el documentadísimo y riguroso informe de la Comisión de determinación de los hechos de la ONU, que se presentó en la Asamblea General de ese organismo el 26 de septiembre. El mismo es el tercero de una serie, que ha sido precedido por informes semejantes divulgados en septiembre de 2020 y septiembre de 2021. Los tres informes son el producto de rigurosas prácticas por parte de los investigadores. No hay especulaciones ni conclusiones emitidas a priori. Lo que está en el trasfondo del documento es la voz de las víctimas, de sus familiares y abogados. Los hechos narrados han ocurrido y siguen ocurriendo.
El informe demuestra que la tortura en Venezuela es una política de Estado. Esto es esencial: las violaciones a los derechos humanos se realizan con un insólito despliegue de recursos. Los secuestradores-torturadores, que ocultan sus rostros bajo pasamontañas, se movilizan en enormes vehículos blindados, protegidos por un parque de armas de última generación. Además de jugosos presupuestos, gozan de impunidad: ningún castigo. Ningún control. El régimen entiende que la existencia y notoriedad de grandes aparatos de tortura –uno especializado en los militares, la DGCIM; y otro en los civiles, el SEBIN– son fundamentales para su supervivencia. Son la materialización del terror. La fuente del miedo que aleja a los ciudadanos de la política y de la lucha por sus derechos. Cuando circulan por las calles de las ciudades de Venezuela exhiben su poderío. Quieren que se les vea. Hacer visible el riesgo inherente al hecho de protestar u oponerse al régimen.
La Comisión de la ONU ha logrado establecer la cadena de mando de la tortura en Venezuela. La encabezan Nicolás Maduro, Diosdado Cabello, Tarek El Aissami y Delcy Rodríguez, más un pequeño grupo de militares de alto rango bajo sus órdenes. Esto es medular para comprender el carácter del poder venezolano: es un poder carente de toda legitimidad, ilegal, oscuro y perverso, que se mantiene por el uso de la más atroz de las fuerzas, que es la del castigo corporal que se ejerce sobre dirigentes sociales y políticos, disidentes o simples ciudadanos que el régimen elige como sospechosos. Hay que insistir en esto: la tortura se origina en el más alto nivel del régimen. Son ellos los que deciden a quiénes hay que «sacar de circulación y castigar».
Los torturadores venezolanos han sido entrenados en «técnicas de interrogatorio» por los mejores expertos del continente: veteranos agentes del castrismo. Han viajado desde Cuba a Venezuela, en misiones a lo largo de los años, para asegurar que haya siempre disponible un contingente de funcionarios listos para aplicar las técnicas del castigo corporal. De esta realidad soy testigo directo. Durante los años en que estuve preso, escuché a algunos de los funcionarios que me custodiaban ufanarse del entrenamiento que habían recibido. Este entrenamiento alienta una cultura, una siniestra meritocracia. Entre los torturadores hay categorías. Están los del promedio y, también, los que destacan: los que carecen de toda compasión, los que no se cansan de infligir dolor. Los que no se detienen ante los gritos o ante el derrumbe de las víctimas.
Los sucesivos informes de la Comisión de determinación de los hechos son inequívocos: hay un patrón para la ejecución de las torturas. Métodos, rutinas que se utilizan en la DGCIM y en el SEBIN. ¿A qué experiencias se somete a los torturados? Se les insulta y amenaza de muerte: «Hoy te daré tu última paliza». Se les anuncia que violarán a los miembros de su familia. Se les desnuda y encierra en lugares a bajísima temperatura. Les tiran la comida al piso infecto. Se les asfixia con bolsas plásticas, con productos químicos que les aplican en el rostro, o les introducen la cabeza en cubos de agua. Los golpean con bates, tubos metálicos, culatas de armas y otros objetos contundentes. Los encadenan por semanas y hasta por meses. Los esposan con los brazos hacia atrás, y luego levantan los brazos hasta ocasionar lesiones musculares de dolor indecible. Con dispositivos que llevan en los bolsillos, les aplican descargas eléctricas en los genitales, en el torso, en los pechos de las mujeres y en otros puntos del cuerpo de alta sensibilidad. Los amarran e inmovilizan en posiciones de extremo dolor, conocidas como «la crucifixión» y «el pulpo». Las agresiones sexuales pasan de lo verbal a lo físico: les introducen objetos en el cuerpo, los manosean, los desnudan para las sesiones de tortura, a mujeres y a hombres. Hay casos donde el torturador ha roto los límites entre castigo corporal y agresión sexual: son una misma acción.
TORTURAN y hacen negocios. Extorsionan a los detenidos y a sus familiares. No solo exigen favores sexuales, también el pago con mercancías. Los jefes de estas organizaciones criminales despejan el campo para que los funcionarios obtengan ingresos adicionales de los presos. Está documentado: en el organigrama de las unidades de tortura hay funcionarios que se han enriquecido sin límites. En el momento mismo en que cualquiera es detenido y acusado de delitos insólitos –terrorismo, conspiración, tráfico de armas y otros–, sus familias se convierten en rehenes. Las asedian, las espían, las amedrentan. La vida psíquica y económica de las familias de los presos políticos en Venezuela se disloca: la cotidianidad se convierte en un constante estado de angustia, alarma e impotencia. Esto hay que enfatizarlo: el régimen actúa contra el preso político y contra su familia.
Y otra verdad, solo para llamar la atención sobre una realidad que ratifica la tesis de que el régimen es la tortura: un mismo funcionario, el general Iván Hernández Dala, tiene bajo su responsabilidad a uno de los organismos torturadores, la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM) y a la Casa Militar (unidad que custodia la seguridad de Nicolás Maduro, a su familia y amigos). Esto no solo habla de concentración de poder y mentalidad oligárquica. Explica, por encima de todo, por qué, tal como advierte este tercer informe, nada cambia: los torturadores denunciados siguen en sus cargos. Las operaciones de tortura se mantienen invictas. Nada se investiga. La impunidad se perpetúa. El negocio sigue. La sociedad venezolana continúa sometida a un estatuto de terror.
Leopoldo López Mendoza es dirigente opositor venezolano