Fue la mañana del 21 de octubre de 1982. En todo el mundo la noticia corría como un río furioso. “García Márquez obtiene el Nobel de Literatura por una obra en la que ha confundido lo real con lo irreal”, tituló el diario español El País. En la tapa del argentino Clarín del día siguiente resaltaba una foto del autor colombiano con saco blanco y una sonrisa enorme; un teléfono en la mano, la otra está metida en el bolsillo y una biblioteca de fondo. “García Márquez, Premio Nobel de la Literatura”, se lee.
El secretario permanente de la Academia sueca, Per Gillensten, lo anunció con estricta puntualidad. “Desde finales de la década del 50, sus novelas y cuentos nos arrastran a ese extraño lugar donde se dan cita lo milagroso y lo más puramente real -el espléndido vuelo de la propia fantasía-, fabulaciones desmedidas y hechos concretos que surgen del fondo del pueblo, alusiones literarias, gráficas descripciones, palpables y a veces opresivas, realizadas con la precisión de un reportaje”.
Los medios internacionales posaron sus ojos en América Latina. El fundamento era el siguiente: “Por sus novelas e historias cortas, en las que lo fantástico y lo real son combinados en un tranquilo mundo de imaginación rica, reflejando la vida y los conflictos de un continente”. Para ese entonces ya había publicado El coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad, El otoño del patriarca y Crónica de una muerte anunciada, entre otras obras.
“De los ganadores del Premio Nobel, García Márquez es el más popular mundialmente, no solo por la cantidad de lectores sino porque él fue una figura carismática, súper seguida”, dijo Ezequiel Martínez, director de la Feria del Libro de Buenos Aires, en una mesa de la última edición, hace apenas unos meses. También estuvo —aunque desde videoconferencia— el hijo del escritor colombiano, el cineasta Rodrigo García Barcha, quien asintió y contó algunos detalles del gran momento.
Fue la noche anterior, la del 20 de octubre, cuando sonó el teléfono. “Le hicieron jurar y perjurar que no se lo dijera a nadie pero nos los dijo a mí y a Gonzalo”. Él, su hermano y su madre, Mercedes Bacha estaban “volviéndose locos”. Esa misma noche fueron a la casa de Álvaro y Carmen Mutis, sus amigos. “Mi madre le dijo a Mutis, no sé si fue la palabra ‘Nobel’ o ‘Gabo Nobel’ y casi se desmaya y celebraron los cuatro calladitos”, recordó. La mañana siguiente sería un caos de celebridad.
Para entonces el boom latinoamericano ya había arrasado. El gran salto a la fama fue con Cien años de soledad en 1967. Sin embargo no todo el mundo lo aceptaba. En 1981 envió un cuento a la revista The New Yorker. El título es “El rastro de su sangre en la nieve”, finalmente se publicaría en Doce cuentos peregrinos de 1992. Para la revista norteamericana no era lo suficiente bueno y se negó a publicarlo. Nadie sabía que apenas unos meses después obtendría el Nobel.
La carta de rechazo hoy se exhibe en el Harry Ransom Center, una biblioteca y museo de la Universidad de Texas en Austin, como una suerte de material irónico, como una piedra extraña en el camino de García Márquez. Allí se lee que Roger Angell, uno de los editores de The New Yorker, le dice que “la historia tiene la brillantez habitual de su escritura”, pero “según nuestra forma de pensar, su resolución no hace que el lector acepte su audaz y bella concepción”. Cosas del destino.
En diciembre de 1982 viajó a Estocolmo a recibir la medalla. Fue el cuarto latinoamericano que ganó el Premio Nobel de Literatura: los chilenos Gabriela Mistral (1945) y Pablo Neruda (1971) y el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1967). Luego de él siguieron el poeta mexicano Octavio Paz en el año 1990 y el peruano Mario Vargas Llosa, su gran amigo que para entonces estaban peleados, en 2010. Cuando subió al estrado hubo una ovación.
Su discurso de aceptación se tituló “La soledad de América Latina”. Tuvo una carga política notable porque en esos momentos América Latina vivía tiempos convulsionados con dictaduras militares salientes que aún dejaban sangre a su paso. “Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras”, dijo.
“Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad”.
Un tiempo después, cuando los brillos mermaron y los flashes bajaron su intensidad, Gabriel García Márquez reflexionó sobre este premio y la conclusión fue sencilla: nada había cambiado. “Nunca me dejé seducir por algo que no fuera lo que yo quería hacer: contar historias en el periodismo, la literatura o el cine”, dijo en una entrevista de 1997 con Página/12 sentado en un sofá del lobby del Hotel Mark en Manhattan.
Luego dijo con su serenidad característica: “Lo de la fama, las ventas de libros y el dinero vino después de que hice muchos reportajes que nadie leía y escribí algunos libros que nadie compraba”. Ya tenía en su vitrina el Nobel de Literatura, pero también el Neustadt, el Rómulo Gallegos, el Jorge Dimitrov por la Paz, la Medalla de la Legión de Honor de Francia y el Águila Azteca. “He sido feliz, y el secreto de la felicidad ha sido hacer siempre sólo lo que me gusta hacer: contar historias”, concluyó