Pasaron más de cinco décadas desde aquel día, pero Isabel II recordó hasta su muerte con dramática precisión la avalancha que golpeó al colegio primario Pantglas, de Aberfan, en Gales. Esos recuerdos le pesan como una losa: 116 niños y 28 adultos murieron asfixiados bajo la inexpugnable masa de lodo, escombros y piedras. El pueblo minero había quedado sepultado.
Por infobae.com
Cuando ese día le avisaron lo ocurrido, la Reina decidió que fuera su marido, Felipe de Edimburgo, al lugar de los hechos en representación suya. No imaginó que tantos niños muertos convertiría a la catástrofe en una tragedia nacional de proporciones inconmensurables.
Las críticas que señalaban su lentitud para reaccionar no tardaron en llegar. Ocho días después, Isabel II se presentó en Aberfan y derramó, como nunca en su vida, lágrimas en público.
Mucho tiempo después le preguntaron si tenía algo de qué arrepentirse durante su largo reinado, los que estaban presentes dicen que ella no dudó en responder: no haber asistido inmediatamente al lugar del colapso. Y, sobre ésta triste anécdota, correrían otros ríos, los de tinta y celuloide, magnificando o justificando aquel “histórico error” de la Monarca inglesa.
La avalancha negra
Eran las 9.15 de la mañana del neblinoso y húmedo viernes 21 de octubre de 1966 cuando el agua acumulada en la escombrera de una mina de carbón empezó a empujar piedra caliza, residuos químicos, barro y rocas hacia el valle. Se deslizó por la ladera llevándose por delante todo lo que había en el trayecto. Por la propia inercia de la caída, la masa de escombros fue multiplicando su tamaño hasta convertirse en una monstruosa pared de lodo de más de 9 metros de altura, que se movía a una velocidad de hasta 50 km por hora, y se dirigía directamente hacia la población.
El ruido que provocaba al deslizarse era estremecedor. El alud frenó su marcha cuando golpeó con violencia fatal la escuela Pantglas, sobre la calle Moy, y 19 casas de sus alrededores. Se introdujo por aulas, ventanas, puertas y techos, derrumbándolo todo y llenando el aire con un pesado y grasiento barro. En pocos minutos, el colegio y gran parte del pueblo, quedaron cubiertos por un mortífero manto de 40 mil metros cúbicos de desperdicios. El resultado fue espeluznante: en unos momentos solamente esa oscura mole había asfixiado y aplastado a 144 personas: 116 alumnos (la mayoría de entre 7 y 10 años) y 28 adultos (5 de los cuales eran maestros de la escuela).
Los pequeños estudiantes, que acababan de sentarse en los pupitres en su último día de clases antes de unas vacaciones de mitad de ciclo, estaban dando el presente cuando llegó lo impensable. No tuvieron tiempo de nada.
Cuando la marea negra se detuvo, el silencio era ensordecedor. No había más voces de niños, ni cantos de pájaros. Parecía el fin del mundo. Eso relataron, espantados, los sobrevivientes.
Crónica de una tragedia anunciada
Aberfan, es una población de Gales, Gran Bretaña, que está situada al pie de una ladera, al borde del río Taff. En agosto de 1869 cuando comenzó la excavación de la mina de carbón, la aldea constaba solamente de un par de cabañas y una posada. Para 1966, cuando ocurrió el deslave, la población del área era de unas cinco a seis mil personas, la mayoría de las cuales trabajaban en la minería local. Desde la nacionalización de la industria británica del carbón, en 1947, la mina de Aberfan estuvo bajo el control de la Junta Nacional del Carbón. Los primeros residuos que se sacaron de la mina se depositaron en las laderas inferiores del valle, pero en 1910 se inició un vertedero sobre la línea del pueblo.
En 1966 ya había dispuestas siete zonas de escombros, a las que llamaban pilas, que sumaban 2.000.000 de m³ de desechos. Y todas esas montañas de residuos estaban ubicadas en la ladera que se alzaba justo sobre la aldea. Ese año, la precaria pila 7 era la única que se estaba utilizando: tenía una altura de 34 metros y un volumen de residuos de 227.000 m³. Terrenos pantanosos y arroyos, sumados a las constantes lluvias de esos días, confluyeron para producir el peor desastre en la historia de la minería inglesa.
Durante años hubo alertas que los responsables no escucharon. Indolencia, ignorancia, inoperancia. Todo junto.
En los años 40 se cavó un canal de drenaje y, en noviembre de 1944, ocurrió el primer llamado de atención: una de las pilas se deslizó 500 metros por la ladera de la montaña hacia el pueblo. Se detuvo milagrosamente a 150 metros. Pasó el susto y nada hicieron. En 1963, hubo otro corrimiento. A pesar de ello, otra vez, no se tomaron los recaudos suficientes. Los residentes se quejaban y alegaban que, además de ese peligro, cada vez que había inundaciones el agua era inmunda: negra y grasosa. Entre julio de 1963 y marzo de 1964, el Consejo Municipal del Condado mantuvo correspondencia con la Junta Nacional del Carbón sobre el tema del “peligro que la lechada de carbón se vierta en la parte trasera de las escuelas de Pantglas” a la que acudían 240 alumnos. La carta, que hoy parece premonitoria, mencionaba específicamente el colegio que sería el epicentro del drama un par de años después. Resulta demoledor saber que hubo quienes veían con claridad la amenaza de una mortal avalancha.
A principios de 1965, luego de varias reuniones entre el Consejo y la Junta, se acordó tomar medidas sobre las zanjas de drenaje obstruidas que habían sido la causa de las inundaciones. Pero nada se hizo.
Así se llegó a octubre de 1966, cuando la naturaleza dijo basta y lo aplastó todo.
La previa, la ignorancia y la desidia
Las lluvias que se precipitaron durante las primeras tres semanas de octubre de 1966 prepararon el siniestro escenario para la catástrofe. En algún momento, durante la noche del 20 de octubre, la pila 7 de escombros se movió. Eso fue descubierto a las 7.30 de la mañana del 21 por los primeros obreros en llegar. Uno de ellos fue hasta la mina para reportar el deslizamiento y volvió con un supervisor. Suspendieron los trabajos por ese día viernes: durante la semana siguiente verían nuevos lugares para acumular los desechos. No habría tal chance. Habían perdido la valiosa oportunidad de evacuar la zona a tiempo.
Un rato después, los escombros saturados de agua lo desbordaron todo y fluyeron cuesta abajo a una velocidad que osciló entre los 18 y 50 km por hora, en forma de una oscura y gigante ola que arrastró todo a su paso y que, una vez detenida, comenzó a solidificarse nuevamente.
Brian Williams, un alumno sobreviviente que tenía 7 años en ese momento, dice que su maestra al escuchar el terrorífico sonido del exterior que parecía un avión por aterrizar les dijo que no se preocuparan, que eran truenos. El director de la escuela secundaria rememora que la entrada de las niñas “estaba tres cuartas partes llena de escombros (…) me subí a esos escombros en la puerta y, cuando miré a lo lejos, vi que las casas de Moy Road se habían esfumado en una masa de material de desechos y que el frente de la escuela Pantglas o parte del techo, sobresalían de ese pantano”.
El subdirector, Dai Benyon, trató de usar un pizarrón para protegerse a sí mismo y a cinco chicos más. No tuvo éxito: él y los 34 alumnos de su clase fallecieron ahogados. Dos pequeños fueron encontrados muertos de pie, agarrados de la mano, entre los pupitres. Conformaban una triste postal petrificada que revelaba la rapidez con la que ocurrió todo.
Otro de los pocos sobrevivientes, Dilys Pope, que tenía 10 años al momento del deslave, dice: “Estábamos hablando, esperando que el maestro tomara lista, y de pronto sentimos un gran ruido y vimos que todo volaba por los aires. Las mesas caían por todas partes, los niños gritaban y lloraban. No se podía ver nada… Entonces el polvo empezó a marcharse. Yo tenía la pierna atrapada en un banco y me dolía un brazo. La mayoría de los chicos estaban tirados por el suelo, el maestro también y, aunque tenía una pierna aprisionada, pudo soltarse y rompió una ventana de la clase con una piedra. Me liberé, fui por un pasillo, abrí una ventana y salí por allí. Otros niños también salieron. El maestro nos dijo que nos fuésemos a nuestras casas”. Se habían salvado por unos pocos metros.
Philip Thomas, de 10 años, fue rescatado y enviado al hospital. Hoy dice que Netflix no reflejó, en su recreación de Aberfan, la visita de la Reina a los niños internados: “Las enfermeras me despertaron para decirme que Su Majestad estaba parada al lado de mi cama, pero yo no tenía idea de lo que estaba pasando… ‘Salgan de acá’, parece que dije, y me volví a dormir”.
Rescate veloz y responsabilidades
A las 9.25 la policía de Merthyr Tydfil ya estaba alertada, por una llamada telefónica de un residente local, que había ocurrido un desprendimiento de tierra sobre la escuela Pantglas. La catástrofe tan temida por años había acontecido.
A las 9.40 habían llegado los operarios de la mina de carbón que dirigieron las primeras excavaciones, conscientes de que algo mal ejecutado podría provocar el colapso de los escombros y de los restos de los edificios sobre la gente atrapada. Trabajaron en grupos organizados. Luego arribaron los bomberos, la policía, turistas ocasionales y residentes. Unas 2000 personas cavaban, con sumo cuidado: movían el material a mano o con herramientas de jardinería. Sabían que trabajaban contra reloj. Las primeras víctimas de los escombros de la escuela llegaron al Hospital St Tydfil’s a las 9.50. A las 11, Jeff Edwards, fue el último niño en ser rescatado con vida.
La capilla local, Bethania Chapel, se convirtió en el lugar de reconocimiento de las víctimas. Los padres desfilaban, en un mar de llanto, buscando a sus hijos: levantaban la manta, miraban aterrados y volvían a bajarla. Lo hacían dos familias a la vez y les llevó seis días completar la búsqueda de todos los cuerpos.
El 25 de octubre de 1966, el Secretario de Estado para Gales designó formalmente un tribunal para investigar el desastre. La investigación oficial culpó a la Junta Nacional del Carbón por haber sido extremadamente negligente e ignorante. Pero nadie fue despedido, multado o sentenciado por ello.
El mismo día de la avalancha, además, se creó la Fundación para la memoria del desastre de Aberfan, para recaudar dinero y cuidar de los heridos: en pocos meses juntaron una suma equivalente, al día de hoy, de entre 15 y 25 millones de euros. Las donaciones llegaron de todas partes del mundo.
El caso también llevaría a que el Parlamento británico aprobara una nueva legislación sobre la seguridad pública respecto de minas y canteras.
Poco se habló de las consecuencias psíquicas postraumáticas de las familias. No sólo de las que perdieron hijos, sino también de aquellas cuyos hijos se salvaron, pero se sentían culpables y envidiadas por tenerlos vivos. Un drama sin límite.
The Crown (Alerta Spolier)
Además de las noticias y la cobertura histórica, la catástrofe minera de Aberfan, quedó plasmada en libros, memorias personales de los involucrados, en la poesía, en la música y en el cine. La mismísima serie The Crown, escrita por Peter Morgan, en el tercer episodio (titulado Aberfan) de su tercera temporada, cuenta cómo afectó lo ocurrido la imagen pública de la reina Isabel II. A pesar de la magnitud de la tragedia, durante los primeros días, la Reina se negó a visitar al lugar. Envió, en cambio, a su marido, Felipe de Edimburgo, y a lord Mountbatten. Su cuñado, el marido de la princesa Margarita, Armstrong-Jones que era galés y fotógrafo, también fue por su cuenta en tren. Él le escribió a su mujer que la escena presenciada era “lo más terrible que he visto en mi vida”.
Esa decisión de esperar el momento justo para ir a consolar a las familias, le pesaría a Isabel II por siempre. Para muchos críticos su actitud la pintaba como una reina distante de sus súbditos.
Robert Lacey (autor de la biografía Monarca: La vida y reinado de Elizabeth II) cuenta que a pesar de que el primer ministro y sus asesores le sugerían ir, la Reina persistió en su negativa. El 29 de octubre, 8 días después, se vio obligada a hacerlo. Fue allí que, al leer el mensaje que decía “De parte de los niños que quedan en Aberfan”, que le entregó una pequeña junto con un ramo de flores, las lágrimas se agolparon en sus ojos y se derramaron en público. Su desconsuelo y su conmoción fueron bien recibidas por los residentes. Sintieron que la Reina estaba con ellos.
Marjorie Collins, que perdió a su hijo en Aberfan, recordó la visita tardía de la Reina en una entrevista diciendo: “(…) nos probaron que el mundo estaba con nosotros, que al mundo le importaba lo ocurrido”. Y otra agregó que nadie juzgó a la reina por su demorada respuesta: “Nosotros estábamos en shock. Recuerdo a la Reina caminando entre el barro. Yo sentí que estuvo con nosotros desde el principio”.
Más allá de esas opiniones favorables, Isabel II habría lamentado igualmente no haber estado antes con su gente. Esto fue confirmado por Gyles Brandreth, en un libro que publicó por el Jubileo de Oro de Isabel II. Allí relata que lord Martin Charteris, antiguo secretario privado de la Monarca, le dijo que si había alguna cosa de la que ella se arrepintiera era… “Aberfan”.
La Reina no olvidó a ese pueblo traumatizado y ha intentado enmendar su error en reiteradas oportunidades. Volvió a Aberfan tres veces más: en 1973, en 1997 y, la última vez, en 2012 para inaugurar una nueva escuela primaria. Lo había prometido.
Pero, al final, resulta que la respuesta a la extraña conducta de la soberana es mucho más sencilla y práctica de lo que se pudiera pensar. Según la biógrafa Sally Bechdel Smith, Isabel II intentó ser precavida y práctica, no quería entorpecer con su presencia las tareas de rescate. Habría dicho, según esta autora: “La gente me atenderá a mí y tal vez desatenderán a algún pobre niño que puede ser hallado bajo los restos”.
Quizá, después de todo, no haya estado tan equivocada como ella cree.