Se suponía que luego de la victoria aliada sobre Hitler, Berlín, la capital de Alemania, aunque ubicada en la zona controlada por el ejército de la Unión Soviética, quedaría bajo la administración conjunta de las potencias vencedoras: Estados Unidos, Gran Bretaña, la propia URSS y Francia, país añadido a último momento. El pacto de caballeros entre las tres primeras naciones se había firmado el 12 de septiembre de 1944, poco menos de un año antes del final de la guerra, cuando la contienda ya se inclinaba a favor de los Aliados.
El 2 de mayo de 1945, los soviéticos hicieron flamear la bandera roja con el martillo y la hoz sobre los restos del edificio de la Cancillería de Berlín, sede del Tercer Reich. Dos días antes, Hitler se había suicidado junto a su flamante esposa, Eva Braun y varios de sus más encumbrados oficiales en el búnker ubicado bajo los jardines. La Segunda Guerra Mundial había concluido en Europa. Un mes más tarde, el ejército norteamericano hizo pie en la ciudad. En la conferencia de Postdam, Harry Truman, Winston Churchill y Josep Stalin determinaron que los aliados tendrían acceso irrestricto a la ciudad y que sería tratada como una unidad económica separada del resto de Alemania. Pero el amor duró poco. Los ganadores, sin el enemigo común que los había unido, mostraron sus diferencias.
En los hechos, un profundo tajo se abrió en la ciudad. De un lado del Gran Berlín, el occidental, quedaron 2.200.000 habitantes diseminados en 480 km2 bajo la tutela de los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. Del otro, el oriental, 1.100.000 habitantes en 400 km2, convertidos en títeres del el puño de hierro de Stalin y la Unión Soviética.
Cuando los habitantes del sector comunista se dieron cuenta que habían quedado en forma arbitraria del lado incorrecto de la división, comenzaron a cruzar hacia el oeste. O, por lo menos, a trabajar en ese sector. Mientras que la frontera entre la República Democrática y la República Federal estaba fuertemente custodiada, Berlín aún permitía el tránsito entre ambos sistemas de gobierno. Entre 1949 y 1961, más de tres millones de personas atravesaron los límites rumbo a Occidente.
El 13 de agosto de ese año, Alemania Oriental comenzó a erigir la pared de concreto y alambre de púa que separó durante 28 años familias, amores y deseos de libertad. Hubo un solo motivo para hacerlo, detener la marea que deseaba un estilo de vida capitalista. Lo que los burócratas no previeron fue que su funesta obra no iba a detener el ansia de escapar de miles, que se jugaron la vida en busca de libertad.
El 22 de agosto, apenas nueve días de comenzada la construcción del Muro, Ida Siekmann murió intentando huir. La primera víctima. Después de ella hubo 136 más. La orden de Eric Honecker, el presidente de la República Democrática Alemana, fue fría y clara: “Se debe disparar contra los traidores y quienes violen la frontera”. No obstante, 5.075 personas consiguieron escapar.
Estas fueron las fugas más espectaculares:
15 de Agosto de 1961: un salto a la libertad
El policía fronterizo Conrad Schuman fue el primero en huir rumbo a Berlín Occidental. La imagen, icónica, fue captada por dos fotógrafos. Misteriosamente, sólo se hizo famosa la que tomó Peter Leibing; la fotografía del otro hombre, así como su nombre, se esfumó en el tiempo.
Schuman había nacido el 28 de marzo de 1942 en la ciudad de Leutewitzh. Fue soldado en el Ejército Popular Nacional, y tras un breve entrenamiento en Dresde se lo destinó en la Academia de Suboficiales de Postdam, desde donde lo enviaron a custodiar la construcción del muro.
Por entonces no había una empalizada de material, sino apenas una alambrada. Aquel 15 de agosto de 1961, el Muro estaba en su tercer día de construcción. El muchacho tenía 19 años. Estaba con su uniforme en el cruce de las calles Ruppiner y Bernauer. No bien tuvo la oportunidad, tomó impulso y saltó. Corrió unos metros hasta donde estaba un automóvil de la policía de la República Federal Alemana, que lo alejó de la zona. “Recuerdo mi angustia, mi mente en blanco, el pensamiento que no me dispararan y morir ahí”, recordó años más tarde.
Poco tiempo después pudo viajar desde Berlín Occidental hasta Baviera, donde se estableció en la ciudad de Günzburg, donde conoció a su esposa, Kunigunde. La vida no fue fácil para Schumann. Tuvo varios trabajos -enfermero, albañil, obrero en la fábrica de Audi de Ingolstadt- y, confesó alguna vez, cayó en el alcoholismo. Sin embargo, decía estar “orgulloso de mi decisión”.
Desde el comienzo, debió soportar los martillazos psicológicos que descargó sobre él la temible Stasi, la policía secreta del comunismo alemán: le enviaban cartas simulando ser sus padres -que permanecieron en el Este- y pidiéndole que volviera por ellos. Eso lo supo muchos años después, hasta que se enteró que eran apócrifas sufrió una profunda culpa. Pero hubo algo que jamás pudo superar, y fue que en una visita que hizo a su antiguo barrio tras la caída del muro, en 1989, recibió frialdad. “Cuando regresé, pude comprobar que mi gesto no fue aprobado por algunos. Hay parientes y vecinos que no me quieren hablar”, lamentaba.
Nueve años después, el 20 de junio de 1998, en su casa de Oberemmendorf, tomó una soga y se ahorcó colgándose de un árbol. En una pared de su cocina quedaron su foto saltando hacia la libertad y otra en la que estaba junto a Ronald y Nancy Reagan.
25 de septiembre de 1961: sin edad para huir
Cuando después de la Segunda Guerra Mundial la ciudad recibió ese hachazo que la partió en dos, muchas viviendas de Berlín Oriental quedaron con su puerta de entrada por una calle, y las ventanas del contrafrente dando directamente al sector Occidental. Conscientes de esa falla en la seguridad de su plan de ahogar dentro de los límites a sus ciudadanos, los jerarcas del régimen pro soviético decidieron, en primera instancia, mudar a los ocupantes. Sobre todo luego del intento de Ida Siekmann, que murió al saltar el 22 de agosto de 1961 -nueve días después de comenzar la construcción del muro- y, como se mencionó, fue la primera víctima entre quienes intentaron huir.
Así sucedió poco más de un mes más tarde, el 25 de septiembre de ese mismo año, con una anciana de 77 años, viuda además, llamada Frieda Schulze. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial vivía en la calle Bernauer 29, justo en la frontera. Un día antes, habían comenzado las evacuaciones de esos edificios lindantes con el oeste. Obligada a dejar su departamento de la planta baja para ser reubicada en uno del primer piso, dijo basta. Se asomó a la ventana y arrojó su gato hacia el sector occidental. Luego hizo lo propio con algunas pocas pertenencias. Y por último, ató sábanas y se dispuso a bajar hacia la calle.
Cuando se asomó al vacío, Frieda se asustó. Por esos días, con la construcción del muro, siempre había gente observando lo que sucedía en la frontera. Era casi un espectáculo. Al verla dudar, unos jóvenes de Berlín Occidental comenzaron a trepar la pared del edificio para ayudarla. Alertados, bomberos de ese sector se acercaron también. Pero como si fuera el guión de una trágica comedia (valga el oxímoron), al mismo tiempo irrumpieron en el departamente policías de la RDA. Frieda se convirtió en la soga de una cinchada: arriba la sujetaban de las muñecas para que volviera a ingresar, al tiempo que arrojaban granadas de gas lacrimógeno hacia la calle. Desde abajo, los jóvenes la tomaban por las piernas. Finalmente, los bomberos abrieron una red, la mujer pudo soltar sus manos y se dejó caer. Estaba del lado occidental. Se festejó como un gol.
Por supuesto, de inmediato fueron tapiadas todas las ventanas que daban hacia Berlín occidental. Y esa vía de escape quedó clausurada. Pero la libertad siempre encuentra el camino.
5 de diciembre de 1961: último tren a Berlín Oeste
En los primeros años de la división de la ciudad que había sido la capital de Alemania, los límites estaban claros pero, al mismo tiempo, eran difusos. Después de todo, eran una urbe importante, conectada por calles, avenidas y vías de ferrocarril y de tranvía. Estos últimos trazados fueron aprovechados por un maquinista llamado Harry Deterling para escapar con su familia.
Harry tenía un compañero de trabajo llamado Hartmut Lichy, cuya función era ser el carbonero de las formaciones y con quien compartía los ideales de libertad. Ambos pergeñaron un plan y lo pusieron -nunca mejor dicho- en marcha. Con la excusa de mejorar su técnica para conducir la máquina, Deterling consiguió el permiso de manejar el último tren del 5 de diciembre de 1961.
A las 19.33, la formación partió. A bordo iban la mujer de Deterling, Ingrid, sus tres hijos, la familia de Lichy y, en total, unos 24 parientes y amigos cercanos de ambos, además del pasaje habitual. Cumplió su recorrido normal y cerca de las 21.00 llegó a Staaken, la última parada dentro del sector oriental. En total, había 31 personas arriba del tren. Pero en vez de frenar, Lichy trabajó más que nunca con el carbón, la formación alcanzó los 80 kilómetros por hora y arrasó con todo lo que se le puso enfrente, para terminar del lado occidental. La policía de la RDA (llamados “Volkos”) se vieron tan sorprendidos que no atinaron ni a disparar un solo tiro. Curiosamente, los siete pasajeros que no eran familiares de los líderes de la fuga regresaron. La máquina y los vagones, más tarde, fueron devueltos. Y las vías, cerradas para evitar otro escape similar. La línea recién fue reabierta en 1992, tras la caída del Muro.
Al día siguiente de su exitosa huida, Harry Deterling cumplió 28 años. “La libertad fue el mejor regalo que recibí”, declaró.
Marzo de 1962: hacia Occidente, camuflados
Uno de los escapes más osados, por la posibilidad de ser delatados, fue el que encararon los hermanos Horst y Karl Müller. Como muchas familias, ellos habían quedado del lado oriental, mientras que su hermano Rudolph, el mayor, estaba en el sector que se repartieron los Estados Unidos, Inglaterra y Francia. Lamentablemente, su familia permanecía en el Este.
Desesperados por huir de Alemania Oriental, idearon un plan: detener el U-Bahn, el subterráneo berlinés, que recorría un tramo de vías por ese sector y huir. Para alcanzar el objetivo, los hermanos y sus familias debieron colarse por un pozo que daba al túnel y esperar. Cuando la formación se aproximó, le hicieron señales con una linterna para que se detuviera. El maquinista lo hizo, subieron, y el resto del pasaje los ayudó a camuflarse: se vistieron con otra ropa y se sentaron separados. Así completaron las cinco estaciones que les faltaban para completar el recorrido.
Lo que no pudieron hacer fue ayudar a escapar a la familia de Rudolph, que estaba fuertemente custodiada porque el hombre reclamaba insistentemente a través de la prensa occidental que los enviaran con él. Tiempo después, a través de un túnel, pudieron escapar.
5 de mayo de 1963: Amor sin barreras
Heinz Meixner era austríaco. Podía entrar y salir de Alemania Oriental cuando quería. De hecho, lo hacía: lo habían contratado para que desarrollara su oficio de tornero en Berlín. En un baile, conoció a la alemana oriental Margarete Thurau. Inevitable, llegó el amor. El problema fue que la chica no gozaba de la misma libertad que su novio. El gobierno no les permitió casarse, y menos, salir del país.
El muro de Berlín ya hacía dos años que se erigía como un dique entre las dos alemanias. Pero Meixner no se daría por vencido. Tuvo una idea para salvar a su novia y a su futura suegra, y la llevó a cabo.
Lo primero que hizo fue pedir prestada una moto. Era un scooter al que le hizo marcas a distintas alturas. Con él cruzó el check point llamado Charlie, paso obligado y muy restringido entre el sector oriental y la zona asignada a los Estados Unidos. La Guerra Fría en su máxima expresión.
Cuando llegó a Berlín occidental y perdió de vista a los guardias de la RDA, midió la altura de la barrera que atravesó. La muesca que correspondía estaba a 90 centímetros. El segundo paso del plan era conseguir un automóvil que no superara esa medida. No lo halló, pero el hábil tornero encontró la solución.
Alquiló un pequeño auto deportivo inglés, un Austin-Healey Sprite. Con él regresó a Berlín oriental. Una vez allí, le quitó el parabrisas: su altura era 7,5 centímetros más baja que la barrera. Adicionalmente desinfló un poco las cubiertas. El corazón le empezó a latir más rápido cuando la última parte del plan tomó forma.
Colocó a su novia recostada bajo el capot rebatible, y a su suegra en el baúl. Tuvo la precaución, además, de protegerla con 30 ladrillos. Sabía que si los guardias lo descubrían, abrirían fuego aunque él fuera extranjero.
Cuando llegó al check point los nervios lo traicionaron. Con un gesto, el soldado que controlaba el paso lo envió a la aduana. Meixner no dudó. Puso primera y aceleró. La sorpresa que causó estuvo de su lado: cuando se dispusieron a dispararle ya estaba demasiado lejos. A salvo.
17 de Abril de 1963: un blindado a prueba de muros
Una de las fugas más curiosas, y que por poco no termina en tragedia, fue la que protagonizó el mecánico Wolfgang Engels. Empleado por el ejército, de a poco fue ganándose la confianza de sus superiores. El 31 de abril, víspera de las celebraciones comunistas del 1° de mayo, y mientras las tropas almorzaban, robó un vehículo blindado BTR-152 de su base militar.
Con él comenzó a recorrer las calles de Berlín rumbo al muro. Por increíble que parezca, acostumbrados al desplazamiento de unidades militares, los policías detenían el tránsito para que pudiera transitar con más velocidad. En un momento, Engels divisó a un grupo de jóvenes y los invitó a subir para llegar a Occidente. Se negaron.
Al llegar al muro aceleró. Estrelló el pesado blindado contra el macizo muro. Pero ni la formidable estructura pudo traspasarlo. Quedó atascado en la mitad. Engels, aún aturdido, comenzó desesperado a intentar zafar del alambre de púas ubicado tras el concreto. Lo logró, pero los guardias abrieron fuego y recibió dos balazos.
Herido, pero todavía con sus ideales de liberación intactos, hizo el esfuerzo supremo y atravesó la zona. Lo recibieron civiles berlineses y un policía de Alemania Occidental abrió fuego contra sus pares orientales. Herido, lo llevaron a un bar. Recién cuando vio las etiquetas de las bebidas que allí se dispensaban supo que había tenido éxito.
A Engels lo operaron y se recuperó. Vivió en la localidad de Soltau, en Alemania Occidental, donde fue profesor de biología e historia. Lo único que el tiempo no pudo curar fue la relación con su madre, una comunista que jamás perdonó su deserción, lo trató como a un traidor y hasta lo denunció por escapar. Hasta el fin de los días de Alemania Oriental, Engels estuvo en una lista negra, acusado por robo, deserción y rotura de la propiedad del Estado.
3 y 4 de octubre de 1964. Hubo luz al final del túnel
A lo largo de la historia del Muro de Berlín se hicieron 39 túneles para intentar escapar del régimen comunista. El más famoso de ellos fue el llamado Túnel 57, llamado así porque fue ese número de personas que huyó por él entre el 3 y 4 de octubre de 1964. Fue ideado por dos ingenieros, Reinhard Furrer -un futuro astronauta- y Wolfgang Fuchs, que les habían prometido a sus esposas, que estaban en Alemania Oriental, que volverían a reunirse con ellas.
Fue el más largo de todos los túneles construidos y de su excavación participaron 34 personas. Medía 145 metros, estaba a 12 metros de profundidad e iba desde el sótano de una panadería abandonada, ubicada en la calle Bernauer 97, hasta el patio interno de un edificio en la calle Strelitzer 55.
En principio, calculaban que unas 120 personas podrían escapar, pero una filtración alertó a la policía que se hizo presente. En el intercambio de disparos que se produjo, un efectivo de la RDA, Egon Schultz, murió. El túnel, luego, fue inundado para evitar nuevas deserciones por esa vía.
En 1981, Disney hizo una película sobre los hechos de 1964, que llamó “Fuga de noche”.
16 de septiembre de 1979: escape en globo
La última gran fuga la protagonizaron un mecánico llamado Hans Peter Strelczyk, el albañil Gunter Wetzel, sus esposas y cuatro hijos, oriundos del pueblo de Possnek..
El medio que escogieron para escapar se les ocurrió mirando un programa de televisión de Alemania Oriental sobre… globos aerostáticos.
Strelczyk había trabajado como mecánico de aviones, y comenzó a diseñar su propio globo de manera muy artesanal. Basta decir que la propulsión la obtuvieron de cuatro garrafas de gas propano, esas que se usan para cocinar. Para el globo en sí, unieron 60 telas y sábanas, compradas de a poco para no despertar sospechas.
El primer intento de volar a través de la frontera fue el 4 de julio de 1979. Pero el viento no los ayudó, y el globo cayó a unos cientos de metros del destino anhelado.
Tuvieron que esperar hasta el 16 de septiembre. Esa vez, el vuelo fue impecable. La única zozobra sucedió cuando estaban sobre la frontera y un reflector de las tropas orientales los captó. Era demasiado tarde para detenerlos.
Al llegar a Baviera, Strelczyk contó que se dio cuenta que habían cumplido el objetivo al observar un moderno tractor. En total, el vuelo duró 30 minutos.
Una década después, el 9 de noviembre de 1989 y luego de una rebelión imparable, el Muro de Berlín se deshizo en pedazos: con pico, pala y hasta con las manos, los alemanes derribaron la pared y al régimen comunista.
Cuando sucedió, los Strelczyk tomaron la decisión de retornar a Possnek. Los Wetzel, en cambio, continuaron en Baviera. Y como sucede a veces, ambas familias terminaron peleadas. Pero nada les podrá quitar su fantástica aventura hacia la libertad.