Las prácticas sexuales más insólitas de la Edad Media cristiana

Las prácticas sexuales más insólitas de la Edad Media cristiana

La Virgen con el Niño, cuadro que usó como modelo a Agnès Sorel, amante del Rey Carlos VII de Francia. ABC

 

El tema de la sexualidad en la Edad Media cristiana hace volar automáticamente la imaginación más escabrosa hacia mundos oscuros y siempre vinculados con la religión. Esto hace imaginar sucias costumbres (siempre en la Edad Media pasa esto) y una persecución implacable para quien se saliera de la norma cuando, en realidad, la sexualidad se vivía de manera más desinhibida de lo que se podría pensar.

Por abc.es





Como cuenta Bernardo Moreno Jiménez en su nuevo libro ‘Los saberes sexuales en la historia’ (Pirámide), la Edad Media es un periodo tradicionalmente mal entendido y que se ha estudiado, a pesar de sus grandes diferencias entre siglos, de manera sumaria como un tiempo de barbarie. Este catedrático emérito de la Universidad Autónoma en el departamento de Psicología Biológica trata de poner mesura en la visión de una época donde ciertamente la religión controlaba el día a día: «Desde la perspectiva religiosa que inundaba el Medievo, el cuerpo era visto como contrapeso que impedía al alma la comunicación con Dios».

En la Alta Edad Media, el desnudo público, e incluso privado, era un comportamiento de alejamiento de Dios. «En el lecho, las mujeres no solían desnudarse por completo, y, la mayoría de las veces, tampoco durante las relaciones sexuales. En la misma relación marital, no parecía adecuado que los esposos se vieran desnudos, pues se consideraba que exaltaba la pasión, ajena a los fines reproductivos», afirma Moreno.

Esta percepción fue cambiando con el paso de los siglos y se suprimió por completo en espacios como los baños, que proliferaron a partir del siglo XII en la mayoría de ciudades europeas. «Los lugares de baños están vinculados al erotismo medieval, uno de los pocos lugares en los que es aceptado y considerado como una forma normal de comportamiento. Espacio para la manifestación del erotismo y la transgresión, es también un lugar en el que los amantes suelen darse cita», señala el autor de ‘Los saberes sexuales en la historia’.

Un nuevo erotismo

Por esa fechas el estudio de los cuerpos se convirtió en una ciencia y se consideró los desnudos un valor a tener en cuenta. El médico y alquimista Miguel Escoto defendió en 1230 a través de un libro que la mejor condición para la relación sexual la tienen las chicas mayores de 12 años, que hayan perdido la virginidad, tengan los pechos pequeños y una tez lozana. Los pechos pequeños se vinculaban como un signo de erotismo, del mismo modo que la nariz chata en el caso de los hombres era señal de lujuria. Para Escoto, el hombre con más tendencia al sexo, y con ello el más atractivo, era aquel de tez blanca, cabello encrespado, espeso y negro, con ojos saltones.

Durante la Edad Media había una diferencia radical entre el amor conyugal y el amor pasional heredada de la Antigüedad. Fue justo a partir del surgimiento del amor cortés de la Edad Media cuando apareció un primer atisbo de exaltación emocional de la pareja. Este amor cortés no tenía como intención la procreación, siendo el misterio y el secreto parte de su esencia en una serie de juegos cortesanos que ocupaban bailes, justas y juegos entre nobles. «El amor cortés es un tipo de amor que reúne al mismo tiempo un amor apasionado y loco, y un amor discreto y reservado […]. Por todo ello, el amor cortés es transgresor. Introduce la primacía de las emociones y los sentimientos, propios de la pasión, sobre las convenciones sociales y los pactos familiares», sostiene en su obra Moreno. Un desafío al amor sagrado propuesto por la Iglesia y un anticipo de una nueva forma de relación que se vería en el Renacimiento y la Edad Moderna.

Para la Iglesia medieval, cualquier acto sexual, incluido en el matrimonio, que no buscara la reproducción estaba considerado ‘fornicación’, mientras que el pecado de ‘sodomía’, además de para definir las relaciones entre personas del mismo sexo, era aquella conducta que por su propia naturaleza era impropia para poder alcanzar la procreación. Aquí se incluía la masturbación (muy castigada en caso de la mujer), la zoofilia, los actos orales y anales… «El esquema mental del que partía la Iglesia medieval era estrictamente agustiniano y dependía de su doctrina de la concupiscencia. Su supuesto era que la sexualidad es natural, pero que la pasión emocional que la acompañaba, y la lujuria que desataba, eran la consecuencia de un pecado original que subvertía la naturaleza del acto», explica en su obra Moreno, que aclara que todo estaba organizado para propiciar el embarazo de la mujer. Según Pedro Damián, cardenal de la Iglesia del siglo XI, todo acto sexual era internamente viciado. San Buenaventura aconsejaba reducir la práctica sexual al mínimo, incluso en el matrimonio, pues su práctica acortaba la vida.

Sin embargo, la aparición del amor cortés supuso un cambio en la concepción del erotismo y un incremento de la satisfacción sexual mutua. En el ‘Canon’ de Avicena, del siglo XI, se encuentran ya consejos como mantener una frase preliminar de juegos y caricias antes del acto sexual. Incluso propone la masturbación femenina para acoplarse al ritmo de él. En clave médica (todavía no se había separado la ciencia médica del arte erótico), otro autor medieval, Juan de Gaddesden sugiere alternativas a la postura tradicional del hombre encima de la mujer, por ejemplo la de la mujer encima llevando la iniciativa, cuando el varón puede presentar problemas físicos.

«Con este planteamiento, erótico, quedaban rotos algunos de los planteamientos básicos de la sexualidad dirigida exclusivamente a facilitar la concepción, de forma que el placer y su arte adquirían la supremacía», recuerda Moreno Jiménez. En este sentido, una de las pocas obras conocidas de la Edad Media que trataba a fondo el sensible tema de las posturas sexuales es una obra catalana titulada ‘Especulum al joder’, que, después de advertir lo nocivo de estas, describe veinticuatro posturas sexuales ‘no naturales’.

Pecado y castigo

Lejos del mito, la violación de mujeres en la Baja Edad Media era algo poco frecuente y muy castigado, incluso cuando se trataba de plebeyas ultrajadas, si bien había un abismo entre las penas que sufrían unos y otros. El castigo no era tanto porque se manchara el honor de la mujer y de su familia, como se podría intuir de la literatura caballeresca, sino porque las mujeres eran también una propiedad para sus padres y luego sus maridos. Quien dañaba estas propiedades debía pagarlo. No se consideraba posible que de una violación naciera un hijo porque, según una teoría de reproducción muy en boga en la época, basada en las enseñanzas de Galeno, la ‘semills’ femenina necesaria para la concepción solo se liberaba si la mujer tenía un orgasmo, lo que conllevaba que «la mujer no podía concebir si no participaba plenamente en el coito».

La necesidad de procreación y de mantener satisfecha la sexualidad en el matrimonio llevó a la aceptación por la Iglesia y por los legisladores de la obligación de los esposos de satisfacer las demandas sexuales de la pareja con el fin de que fuera más probable el embarazo. Por supuesto, no era la única medida para facilitar la fertilidad. El descanso de la mujer tras el acto era fundamental para mantener dentro la ‘semilla’, mientras que se estimaba que un simple estornudo podía malograr el camino hacia el embarazo. Por eso mismo estaba prohibido después bailar o agitar el cuerpo.

Los tratadistas medievales consideraban la primavera como el mejor momento para procrear por su condición de estación cálida y húmeda, aunque el invierno era más propicio para la iniciativa del hombre. No obstante, el calendario cristiano estaba plagado de minas. Los domingos, los sábados (días de preparación) y una gran cantidad de fiestas religiosas estaba prohibido por la Iglesia mantener relaciones. Lo mismo ocurría con la menstruación, tiempo en el que se consideraba que la mujer estaba contaminada.

Más allá de la cuestión religiosa, la ciencia médica consideraba que el celibato provocaba la enfermedad de la melancolía y provocaba el estancamiento del semen, que se pudre y produce emanaciones mortales, por lo que se prescribía mantener sexo con frecuencia. Qusta Ibn Luqa, médico y filósofo sirio, tradujo en el siglo X un texto griego que se refería a los estados de histeria en la que se podían sumir las mujeres que no mantuvieron relaciones en mucho tiempo. El origen de esta histeria era la continencia sexual: «Sobreviene cuando las mujeres se ven privadas de la unión con el hombre: el esperma aumenta, se corrompe y se convierte en algo parecido a un veneno».

En caso de síncope por falta de sexo, los tratadistas medievales recomendaban que la comadrona introdujera un dedo impregnado de aceite de oliva o de laurel en la matriz y lo agitara fuertemente.

La homosexualidad se consideraba una rotura de las leyes de la naturaleza y una corrupción de las almas. La sodomía era la acusación que se usaba contra los homosexuales que llevaban a término sus relaciones, una condición cuya persecución se intensificó en Europa a partir del siglo XIII a cargo principalmente de las autoridades municipales y seculares. «La homosexualidad pasa de ser una conducta sexual contra la naturaleza a ser considerado como una actitud y una mentalidad contra la misma religión y la sociedad como tal». Fue esta la acusación que se usó para exterminar a los cátaros, atacar a los templarios y expropiar a grandes nobles a los que no se podía acusar de otra cosa. Las condenas más duras iban hasta las penas de hoguera, castración o a ser enterrados vivos.

La homosexualidad femenina, por su parte, apenas merece atención para los autores medievales y, curiosamente en el caso del ‘Canon’ de Avicena, lo aprecia como un juego sexual complementario, consecuencia de la insatisfacción marital.