Para Rosa Falcón era “inhumano” ver a cientos de migrantes durmiendo en las calles de la ciudad estadounidense El Paso, Texas, con temperaturas hasta bajo cero, por lo que una noche decidió darle refugio a una familia en su propia casa. Y desde entonces no paró.
“Con todo lo que han vivido, dejarlos así a la deriva, en la calle, se me hace ilógico e inhumano”, contó Falcón durante una de sus ahora acostumbradas rondas nocturnas por el centro de la ciudad, vecina de la mexicana Ciudad Juárez, que acumula décadas de historia y tradición migratoria.
Más de 53.000 migrantes se entregaron a las autoridades fronterizas en este sector de la frontera sólo en octubre, un aumento de 280% en comparación con el mismo mes del año pasado, y el mayor incremento de toda la línea limítrofe sur de Estados Unidos.
Muchos llegan apenas con lo puesto, mojados o sucios luego de travesías por la selva del Darién en Panamá o el Río Grande, que separa a México de Estados Unidos. Y en El Paso, mientras buscan la manera de comprar pasajes para ir a otras ciudades, se enfrentan de esta forma precaria a temperaturas gélidas teniendo que dormir incluso en la calle.
“Se le quiebra a uno el corazón, especialmente cuando hay niños”, dice Falcón, una maestra en una escuela que en la noche ha ido armando una red de apoyo con otros voluntarios e iglesias locales.
“Los buses de Abbott”
Un pico migratorio se registró en los últimos días, lo que llevó al alcalde Oscar Leeser a decretar el estado de emergencia para agilizar recursos.
La noche del sábado, después del anuncio, un autobús llegó al terminal de autobuses en el centro de El Paso, parada frecuente para los migrantes que con pocos recursos buscan seguir camino a otras ciudades.
“Los que no tienen pasajes hasta mañana pueden venir con nosotros”, dijo un funcionario de la municipalidad al bajar del autobús, quien explicó que los llevarían a dormir a un hotel en el marco del estado de emergencia.
Pero muchos migrantes miraban, inmóviles, con miedo. “Hemos escuchado tantas cosas”, dijo Santiago, un colombiano de 23 años. “¿Cómo podemos confiar? ¿Y si nos llevan a otro estado?”, dijo el joven que dice haber dejado su país por la situación económica.
“Estos no son los buses malos”, les dice otra voluntaria que no da su nombre, pero que ofrece mantas, máscaras y orientación.
“Ellos tienen miedo, no quieren subirse a los buses de Abott”, explicó a la AFP la joven en referencia al gobernador de Texas, el republicano Greg Abbott, quien promovió el traslado por tierra de migrantes a otros estados sin aclarar propiamente las condiciones del viaje.
El miedo pudo más que el frío y pocos aceptaron la oferta.
“Ya pasé por tanta cosa. ¿Qué es más una noche de frío? Me da mucho miedo subirme a un autobús”, insistió Santiago quien espera en el terminal una remesa de su familia para comprar un pasaje a Lowell, Massachussetts, su destino final a casi 4.000 km de El Paso.
“Todos estamos en la lucha”
La frontera sur de Estados Unidos está cerrada a migrantes sin visa desde hace más de dos años bajo una controvertida medida sanitaria lanzada por el expresidente Donald Trump durante la pandemia.
El llamado título 42 impide a solicitantes de asilo a presentarse ante las puertas de entrada de Estados Unidos, por lo que muchos se entregan a las autoridades en las brechas de los más de 3.000 km de muro fronterizo.
Después de una batalla legal, la medida debe ser removida a la medianoche del 20 de diciembre. Autoridades locales en Texas, Arizona, Nuevo México y California especulan que la frontera y el sistema migratorio de Estados Unidos será puesto a prueba.
Expertos aplauden el fin de la aplicación de la medida, la que consideran discriminatoria.
“Aquí estamos todos en la lucha, lo que queremos es trabajar, es una oportunidad”, dijo un venezolano que cruzó a El Paso de forma ilegal, evitando a las autoridades, para no ser devuelto bajo la aplicación del título 42.
“Ellos me han enseñado a valorizar más lo que el Señor me ha dado”, cuenta Rosa Falcón mientras muestra fotos de los cientos de personas que ha albergado en estos cinco meses de trabajo voluntario.
Con su carro, y ayudada por su mamá, su hija y su yerno, Falcón acomoda entre cuatro y cinco migrantes en la sala de su casa cada noche, además de ofrecerles comida y, a veces, ropa.
“No me da miedo [recibirlos]. Estoy confiada en el Señor”, dice la devota cristiana.
“A pesar que no los conozco, los siento parte de mi familia”, dice mientras su teléfono dispara notificaciones por su operativo de acogida. Falcón sustenta todo con recursos propios, y a cambio sólo pide oraciones. “Ellos son mi bendición”.
AFP