Un niño desgarbado va con miedo al colegio. Sabe que una vez más sus compañeros van a hacerle bullying, amenazarlo, sacarle la comida. Hasta ahí, el argumento de casi cualquier película de héroes de Hollywood.
Por infobae.com
El niño se llama Angelo Siciliano, nació el 30 de octubre de 1893 en Acri, Italia, y vive desde los 11 años en Brooklyn, New York. Llegó a Estados Unidos acompañado solo por la costurera de su familia. Vive en una casa pobre que sueña con sacar a flote. Nada indica que vaya a lograrlo. Hasta que una noche de otoño de pronto sucede algo.
Angelo sale a caminar por Brooklyn y se cruza con un chico que lo insulta primero y que le da una golpiza después. Su debilidad se vuelve, entonces, una cosa real en el mundo. Es el principio del siglo XX en Estados Unidos y es difícil para un chico darse cuenta de que el problema estaba en los otros y no en él. Decide entonces dar un vuelco, dejar de ser lo que es para convertirse en algo más fuerte.
La imagen de la fortaleza para Angelo era una estatua de Hércules que veía a menudo en el Museo de Brooklyn. Un tipo gigante de frente al mundo; el poder primero, la humanidad después. Angelo se lo clavó en la cabeza y decidió ser él mismo ese Hércules.
“Nada demuestra a un hombre legítimo más que la manera en la que se para. Si su pecho está hundido y su estómago sobresaliendo, usted no puede destacar como un hombre con personalidad”, escribirá después, en 1920, cuando publique 10 lecciones para un mejor cuerpo. Pero falta aún un poco para eso.
Cuando todavía era un joven desgarbado se anotó en el gimnasio de la YMCA (la Asociación Cristiana de Jóvenes), y se compró todo tipo de pesas para su casa. “Cada día usted construye o destruye su cuerpo. Puede, pues, fortalecerlo o romperlo”, pensaba -y luego lo escribió-. Era lo único que tenía en mente: fortalecerse.
Sin embargo, los meses pasaban y él no se parecía en nada a ese Hércules. Empezó a estudiar el funcionamiento del cuerpo, compraba cursos por correo, leía cuanto encontraba en relación a la salud.
Así, decidió cambiar de rumbo y probar un método propio. Un día compró cuerdas, armó un extraño sistema de tensiones en su casa y comenzó a entrenar a su manera.
La lógica era extraña pero efectiva: tensionar sus músculos usando sus otros músculos. Un ejemplo: tomarse las manos y hacer fuerza en direcciones opuestas. Lo muestra esta imagen, que es parte del curso de entrenamiento que luego publicaría.
Con su propio entrenamiento, en poco tiempo el joven Angelo ganó peso, musculatura, fuerza y seguridad. Sus compañeros del gimnasio no podían creer el cambio. Fueron ellos quienes rebautizaron al joven italiano y de algún modo comenzaron el mito.
Según cuentan relatos de la época, le empezaron a decir Altas en referencia a una estatua (de Atlas, obviamente) que había cerca del gimnasio. No era, sin embargo, la famosa estatua frente al Rockefeller Center, que es posterior. No es fácil encontrar las fotos de esa escultura, sepultada simbólicamente luego por el hombre que la superó: Charles Atlas, el tipo más fuerte y tenaz de Brooklyn.
Comenzó entonces la era de éxito para él. Se cambió el nombre oficialmente y ya nunca le dijeron Angelo. Por entonces empieza a ganar alguna fama y le ofrecen hacer el papel de Tarzán en una película. No acepta. Durante un tiempo trabaja en el circo de Coney Island. Uno de los espectáculos más recordados es cómo rompía guías telefónicas con las manos. (Más tarde, empujaría autos con sogas, movería camiones, sostendría en sus espaldas todo lo que Atlas sostenía al sostener el mundo). Y si no hubiera sido exactamente así, es poca la diferencia: Charles Atlas intentaba construir un mito.
En 1921, la revista Physical Culture organizó un concurso de fisicoculturismo en el Madison Square Garden. Charles se presentó y ganó. “El hombre más perfectamente desarrollado del mundo”, lo llamaron, como si existieran capas de perfeccionamiento y no fuera, finalmente, una cosa acabada la perfección.
Lo mismo sucedió el año siguiente: hicieron el concurso y Charles se presentó. Por supuesto, ganó. El hombre más perfectamente desarrollado del mundo, otra vez. Los organizadores no vieron el sentido de seguir organizándolo: siempre iba a ganar él.
Fue entonces que Atlas abrió los ojos y armó su primera empresa de entrenamiento por correo. La iniciativa recién tomó vuelo en 1929, cuando la bautizó Curso de Tensión Dinámica. ¿Cómo podía ser?, decían. ¿Como podía ser que uno mismo pudiera convertirse en su propio gimnasio? ¿Cómo era posible que estirar los músculos y contraerlos diera como resultado semejante cuerpo? Era, de algún modo, una lucha con uno mismo. El hombre inventándose más hombre.
Aunque no faltaban los escépticos, mucho menos faltaron los creyentes. El origen, explicaba Charles, estaba en los leones y en los tigres. Los veía estirarse, correr, moverse de acá para allá con una fuerza feroz nacida de sus propios movimientos. ¿Qué lo alejaba a él de ser un tigre? ¿Qué lo alejaba, en última instancia, de ser él también un animal de circo?
Sin jaulas, algo así sucedió. Se llegó a decir que al menos 6 millones de chicos lo tenían de maestro. Hacia 1930, no había kiosco de revista que no tuviera un anuncio de la publicación de Charles Atlas. Y no era cosa solo de norteamericanos. Con el tiempo abrió oficinas en varios lugares del mundo, entre ellos, Buenos Aires, la única ciudad latinoamericana en tener una sede del gran hombre. Los porteños de la época aplicaban sus métodos, que al parecer eran infalibles, y hasta aparecían publicidades de él en los cómics de entonces. Se hizo, por supuesto, multimillonario. Fue al fitness lo que hoy son disciplinas como pilates o crossfit, pero sin máquinas.
Comenzó a convertirse en un ícono mundial. Si Eugen Sandow creó el fisicoculturismo moderno, Charles Atlas lo popularizó. La imagen estereotípica es la del hombre doblando una viga de tren solo con las manos. A él se debió, por ejemplo, la existencia de Arnold Schwarzenegger, que creció admirándolo.
Sobre el ocaso de su vida, Atlas se dedicó a escribir y criticar el estilo de vida de sus contemporáneos. Criticaba la alimentación y los hábitos de la época. “Líbrese de cualquier tendencia a las influencias desagradables y mantenga la mente bien ocupada con pensamientos de salud y fuerza. Desde ahora, debe resueltamente controlar sus impulsos, reforzar los buenos y rechazar absolutamente ésos que son perjudiciales”, escribió.
El esfuerzo antes que la felicidad fue algo así como su leit motiv. Se creía el hombre más sano sobre la tierra. Pero en su fortaleza no pudo, a los 79 años, evitar un infarto. Era diciembre de 1972. Sobrevivió, sin embargo, pero su tesón pudo más. A los pocos días de salir del hospital reanudó su rutina de ejercicios como si nada hubiera pasado (o comos si nada pudiera pasarle).
Así como su cuerpo entrenó a su cuerpo, fue también su cuerpo quien lo detuvo. La lucha contra sí mismo había llegado a su fin. El 23 de diciembre de ese año, Charles Atlas murió en su casa de Long Beach, Nueva York. La tensión dinámica, sin embargo, siguió dando la vuelta al mundo, ése que él creía poder sostener.