Hacía varias horas que Dian Fossey debería haber aparecido en medio de la selva, cerca de los gorilas. Cuando uno de sus preocupados asistentes se acercó a la cabaña fue envuelto por un presagio oscuro. Golpeó la puerta y nadie le abrió. Dio una vuelta alrededor de la construcción buscando alguna señal. Hasta que se detuvo. En una de las paredes laterales había un boquete amplio por el cual podía pasar una persona corpulenta. El asistente entró a la vivienda por el mismo agujero. Dian Fossey estaba en el suelo, entre las dos camas, boca abajo sobre un pequeño lago de sangre oscura y ya seca que llegaba hasta las paredes. La cabeza y la cara estaban partidas al medio. Literalmente. Un machetazo había dividido su cráneo en partes casi simétricas. Había vidrios rotos, algún libro deshojado, una silla descalabrada, su arma con las municiones esparcidas por el piso.
Por infobae.com
Dian Fossey había intentado defenderse pero el asesino se había impuesto. La noticia provocó una conmoción progresiva. Primero en los alrededores de la selva montañosa de Virunga, luego en Ruanda, por último en todo el mundo.
La mujer que convivía con los gorilas, la que los había salvado de la extinción, había sido asesinada.
Luego vendría su canonización mediática, la película de Hollywood y la inevitable aparición y difusión de sus zonas oscuras. La figura de Fossey se volvió más compleja. Ya no era tan sencillo encasillarla. En su trayectoria hay aportes en el entendimiento de la conducta animal, una lucha pertinaz para preservar una especie, la pelea abierta contra la crueldad hacia los animales, conductas erráticas, misantropía, varios delitos y el misterio sobre quién fue su asesino.
Dian Fossey nació en California en 1932. Siempre había mostrado interés y amor hacia los animales. Luego del divorcio de sus padres tuvo una infancia dura. A su padre no lo vio más y su nuevo padrastro nunca la trató como a una hija. Intentó estudiar veterinaria pero reprobó algunas materias relacionadas con las ciencias exactas.
Se recibió de terapista ocupacional y trabajó durante años con niños enfermos de polio. Hasta que pidió un préstamo para realizar un viaje por África de dos meses. Allí tendría un encuentro que cambiaría su vida para siempre. Louis Leakey, el arqueólogo británico, confió en ella para que estudiara a los gorilas. El hombre fue un importante impulsor del estudio de los primates (Leakey sostenía la tesis de que el hombre provenía de África y de los primates).
Su apoyo fue clave para que una trilogía de mujeres se destacara como zoólogas en arriesgados y profundos estudios de campo. Jane Goodall con los chimpancés, Biruté Galdikas con los orangutanes y Fossey con los gorilas. Las etólogas, aunque su trabajo y sus métodos fueran independientes, fueron conocidas como las Trimates. Leakey las envió a estudiar a los simios en su hábitat natural.
Así Fossey pasó de ser una T.O con poco trabajo a especialista en gorilas. Pasó unas semanas observando el trabajo de Goodall y aprendiendo alguno de sus métodos. Luego trató de instalarse en el entonces Zaire pero las luchas civiles la obligaron a escapar. Luego de un tiempo de cambiar de ubicación se instaló en Virunga, en Ruanda muy cerca de la frontera con la República Democrática del Congo.
Allí encontró una gran colonia de gorilas. Los animales desconfiaban de los seres humanos. Sus experiencias con los cazadores los habían alertado. Ella pasó años tratando de generar confianza, de lento acercamiento; años de observación que le sirvieron para descubrir cuatro especies diferentes, para identificar a cada animal con su peculiaridad y conocer sus costumbres. Los vio comer, dormir, reproducirse, defender a sus crías, intentar escapar de los cazadores.
Dian caminaba sobre sus nudillos, se rascaba bajo sus axilas, comía lo mismo que ellos. La imitación de sus hábitos y movimientos le permitió acercarse a ellos. La National Geographic era uno de sus mecenas. En 1969 envió a un fotógrafo para que registrara su tarea.
Bob Campbell la acompañó durante casi un año. Surgió una relación amorosa entre ellos. Pero que luego no prosperó porque él estaba casado. Ella quedó embarazada y decidió abortar: prefería seguir su vida en la selva, estudiando a los gorilas y conviviendo con ellos.
El reportaje fotográfico de Campbell hizo conocida a Dian en el mundo entero. La edición de enero de 1970 de la National Geographic tuvo una de las portadas más memorables de la historia de la publicación. Dian Fossey llevaba a un gorila a upa mientras caminaban por la selva. La imagen, ese acercamiento tierno a lo salvaje, hizo que todos quisieran saber sobre esa mujer.
Los especialistas destacan el trabajo detallado y dedicado de Fossey. Elogian en especial la mirada exhaustiva y sin preconceptos de la etóloga. Descubrió como las gorilas hembras pasaban de grupo en grupo, cómo alternaban su dieta, de qué manera vivían en grupos. Su mirada amorosa sobre la especie se trasladó al resto del mundo. Ella fue la que convenció a todos de que los gorilas eran gigantes amables.
Cuánto más se involucraba con ellos, más se preocupaba por las incursiones de los cazadores furtivos que los mataban. Aprovechando su nueva fama escribió furibundas cartas y quejas al gobierno de Ruanda, a universidades norteamericanas y a instituciones dedicadas al conservacionismo. De a poco, casi sin darse cuenta, fue dejando la etología de lado y cada día dedicaba más energías a la protección de los gorilas.
Esa lucha tuvo distintas etapas. Con el paso del tiempo fue recrudeciendo y ella alienándose cada vez más. Al principio creó junto a sus colaboradores una pequeña patrulla que tenía como fin detectar y desactivar las trampas dejadas por los cazadores. A mediados de los setenta, en cuatro meses, dieron cuenta de 987 trampas. Los guardaparques ruandeses eran 24 y en ese lapso no pudieron (o no quisieron) encontrar ninguna. En la otra parte de esa selva, la que no estaba bajo el cuidado de Fossey, en poco tiempo mataron a decenas de gorilas y extinguieron a los elefantes, en busca de marfil.
Los cazadores furtivos acechaban y Fossey los consideraba sus peores enemigos. Pero a partir del día de Año Nuevo de 1978 todo cambió. Mientras en todo el mundo se festejaba, en Virunga un gorila apareció muerto. Pese a los esfuerzos de Fossey no era algo poco habitual pero este caso fue especial y marcó un mojón, un punto de no retorno en la vida de Dian Fossey.
El gorila tenía varios disparos en el pecho. Uno había dado en el centro de su corazón. Le habían cortado las manos (en los setenta las manos de gorilas se terminaban convirtiendo en cotizadísimos ceniceros) y su cabeza. Pero Dian no necesitaba ver la cara del animal para saber que el asesinado por los cazadores había sido Digit, su gorila preferido.
La noticia de la muerte de Digit tuvo múltiples consecuencias. Hizo que el mundo prestara mayor atención a la depredación de gorilas: salió hasta en el noticiero de mayor rating de Estados Unidos anunciada por Walter Cronkite. Sumió durante un largo tiempo a Fossey en la depresión y el alcoholismo. Pasó largas semanas sin salir de su cabaña. Pero la mayor transformación fue que a partir de ese momento Dian dejó de lado su tarea como observadora de las conductas animales y se dedicó de lleno a la preservación de la especie. Sus conductas se radicalizaron cada vez más. Y los métodos para conseguir su objetivo, para perseguir y disuadir a los cazadores se extremaron.
Dian y su gente cometieron una serie de atrocidades para proteger a los gorilas de Ruanda de las atrocidades de los cazadores furtivos. Lo que empezó siendo un patrullaje para eliminar trampas terminó convertido en un impiadoso paseo por delitos de extrema gravedad.
Dian Fossey fue corriendo los límites hasta que llegó a desconocerlos. No sólo atacaba y disparaba a los cazadores. Quemó casas de sospechados de estar persiguiendo a los animales. A otros los secuestró. Hasta llegó a secuestrar al hijo de un cazador furtivo para que su padre abandonara la selva.
En su libro confiesa, hasta con cierto entusiasmo, que una vez logró atrapar a un cazador y que con ayuda de sus asistentes lo desnudó, lo estaqueó y lo torturó en sus genitales con unas plantas particularmente pinchudas, unas especies de cactus africanos.
Dian Fossey perdió contacto cada vez más con la humanidad y se centró en su relación con los animales. En esos veinte años en la selva sus reglas y valores se transformaron. Los hombres se convirtieron en sus enemigos. A su equipo y a los estudiantes que llegaban de todo el mundo para estudiar con ella los trataba despóticamente, con un rigor inusual, como si todos los que no fueran los gorilas fueran sus enemigos o fueran potenciales cazadores.
Ella había llegado como investigadora, para estudiar sus conductas, para que su trabajo sirviera para confirmar teorías sobre la evolución del hombre. Ahora era otra cosa. Una defensora apasionada, furibunda y ciega, de los gorilas. Explícitamente rechazaba la tarea de los investigadores: “Cualquier observador es un intruso y debe entenderse que los derechos de los animales son más importantes que los intereses humanos”.
En 1983 se publicó su libro Gorilas en la Niebla. Esa edición la terminó de convertir en una figura mundial. Su historia cautivaba a los lectores. Ella disfrutaba del éxito porque creía que era una forma de proteger a los gorilas de la depredación. En ese aspecto se podría decir que su tarea tuvo suceso. En la actualidad la situación ha mejorado gracias a la atención que Fossey logró poner sobre los riesgos a los que estaban sometidos.
El gobierno de Ruanda se preocupó porque Fossey ahuyentaba también al turismo, a los aproximadamente seis mil que año a año iban al país africano en excursiones para ver el comportamiento de los gorilas. Las noticias sobre la furia de Fossey se diseminaron a toda velocidad y atemorizaron a varios.
El 26 de diciembre de 1985 alguien ingresó a su cabaña y con un machete destrozó su cráneo y su cara. Los sospechosos eran varios. Las autoridades de Ruanda acusaron con velocidad a Wayne McGuire, un investigador joven que trabajaba con ella pero con el que habían tenido muchos inconvenientes.
El móvil del crimen aparentemente habría sido, según la acusación, los celos del joven por la tarea de Fossey y su imposibilidad por concluir su tesis. El hombre, meses después, consiguió fugarse de Ruanda hacia Estados Unidos. Como no hay tratado de extradición entre los dos países permaneció allí pese haber sido encontrado culpable en Ruanda y condenado a muerte.
Investigadores imparciales afirman que no hay ninguna prueba que demuestre que el joven etólogo fue el asesino, que muy probablemente fue acusado por las autoridades locales sólo por ser un blanco fácil. Otros apuntan contra los cazadores furtivos. El machete era un panga, arma utilizada con frecuencia por ellos. Los años de enfrentamientos aportan el móvil. También se dijo que fueron enviados del gobierno de Congo porque Fossey afectaba el negocio del turismo.
La lista de personas que pudieran haber tenido un motivo para matarla se hizo larga y la integraron casi todos los que estuvieron en contacto con ella en los últimos diez años de su vida en los que los actos irracionales se multiplicaron.
Tres años después de su muerte se estrenó la película Gorilas en la Niebla”(Gorillas in the Mist) dirigida por Michale Apted. Sigourney Weaver ganó el Globo de Oro y estuvo nominada al Oscar a mejor actuación protagónica femenina (tuvo otras cuatro nominaciones) por su encarnación de Dian Fossey. El film se basó en sus memorias y en una investigación periodística que indagó en esos últimos años y en el crimen de la terapista ocupacional devenida en zoóloga de fama mundial.
La muerte de Dian Fossey quedará siempre envuelta en la bruma del misterio. En las intrigas de los negocios oscuros, en la profundidad de la selva, en la desorganización africana, en el abismo de la locura.