Carolina de Mónaco, Stéfano Casiraghi y su gran historia de amor y muerte

Carolina de Mónaco, Stéfano Casiraghi y su gran historia de amor y muerte

Stefano Casiraghi y Carolina de Mónaco, en Nueva York, en 1982. (Photo by PL Gould/Images/Getty Images)

 

En el verano del 83Carolina de Mónaco ostentaba su título de princesa pero también una mirada de hastío y pena. Su madre, la mítica Grace Kelly había muerto el 14 de septiembre del año anterior y desde entonces, su padre se había sumido en una tristeza infinita. Para colmo, se rumoreaba que Estefanía, su hermana menor, manejaba el vehículo que condujo a su madre a la muerte. Carolina sabía que no era así, pero también sabía que cuando los rumores se instalan suelen ser más arrasadores que la verdad. Si la vida de su familia atravesaba luto y tormentas, su vida sentimental no parecía mucho mejor. De novia con Roberto Rosellinni, el bellísimo hijo mayor de Ingrid Bergman y el director italiano Roberto Rossellini, antes había vivido un pequeño romance con uno de los tenistas más famosos y ganadores del momento, el argentino Guillermo Vilas.

Por infobae.com





Antes de estas relaciones, Carolina había protagonizado una boda que terminó en desastre. El 29 de junio de 1978 se casó con Philipe Junot, un enlace del que se arrepintió en su mismísima luna de miel. Llegó al altar con 21 años, 17 menos que su futuro esposo. Se casó en contra de lo que opinaban sus padres que no veían en ese playboy conocido como “el rey de la noche” alguien que la amara genuinamente. No se equivocaban, según trascendería unos años después, Junot se casó para ganar una apuesta hecha con amigos en un cabaret de Mónaco. Carolina resistió dos años y 41 días, ese matrimonio sin amor. Pero en julio de 1980, la prensa fotografió a su marido acompañado de una mujer, Giannina Faccio, a la que presentaba como su secretaria pero que estaba claro que era algo más. Para octubre de ese año la pareja ya estaba divorciada.

En el verano del 83, aunque plebeyo, Stefano Casiraghi frecuentaba los mismos sitios exclusivos que los Grimaldi. Sus padres, Giancarlo Casiraghi y Fernanda Biffi pertenecían a la burguesía industrial italiana y pasaron de millonarios a multimillonarios cuando lograron la representación de la petrolera Esso en Italia. Stéfano asistió a las mejores escuelas privadas católicas de Milán. Fue alumno de la Universidad Bocconi donde estudió Economía aunque no alcanzó a recibirse. Astuto para los negocios comenzó una serie de exitosos emprendimientos inmobiliarios. En el plano del amor tampoco le iba mal. Aunque muy tímido, desde su metro ochenta y cinco emanaba una elegancia con una belleza con rasgos de niño que atraía pero no apabullaba. Al combo le sumaba una conversación culta y divertida. Desde los 18 años mantenía una relación formal pero sin mucho compromiso con una joven llamada Pinuccia Macheda.

Stefano y Carolina se cruzaron por primera vez a comienzos de los 80 en un boliche, pero como él era tres años menor que ella, no hubo atracción. Pero en el verano del 83, Francesco Caltagirone organizó un crucero y decidió invitar a sus amigos. Entre ellos estaban la princesa rebelde y el italiano tímido pero atractivo. Según cuentan, en algún punto entre Córcega y Cerdeña ambos olvidaron a sus parejas. Al terminar el crucero, Carolina rompió con Robertino y Stéfano con Pinuccia, que lejos de enojarse reconoció como una gran dama:“Lo perdono porque está en su perfecto derecho de amar a la mujer que desee”.

Al bajar del barco, la nueva pareja se subió a un avión y pasaron dos semanas en Nueva York. De ahí volaron a París para terminar en Milán. Carolina estaba encantada con ese muchacho que -como le habían dicho en el crucero- sabía “cómo cuidar y amar a una mujer”. Como había declarado Pinuccia, a la revista Jours de France, “Stefano es ante todo extremadamente gentil. Su poder de seducción con las mujeres ha sido siempre muy grande. Me enviaba muchas flores, siempre tenía una palabra, un pensamiento agradable”.

El amor era tan fuerte y fulminante que apenas dos meses después de su primer encuentro, Carolina se lo presentó a su padre. Como monarca Rainiero aceptó sin dudar a ese joven que aunque tímido se mostraba muy astuto para los negocios. Pero como padre supo que no solo amaba genuinamente a su hija, además mostraba un gran sentido de familia.

Después de Rainiero llegó el turno de que la novia conociera a la mamma, la madre de Stefano y referente de los empresarios italianos en Montecarlo. La mujer quedó fascinada por la sencillez de su futura nuera y recordó lo que el príncipe Raniero III le había advertido “no creas todo lo que leés de nosotros, mi hija es una buena chica”. La complicidad entre ambas mujeres fue instantánea.

El 29 de diciembre de 1983, seis meses después de conocerse y solo diez días después de anunciar su compromiso se casaban por civil. La boda por iglesia en el rito católico fue imposible y por eso mismo, para el conservador principado muy escandalosa. Aunque la princesa Grace antes de su muerte había hablado personalmente con el papa Juan Pablo II no había logrado la anulación del matrimonio de su hija con Junot. Para la Iglesia, la muchacha seguía casada, por su matrimonio fue el primero considerado ilegítimo del católico principado monegasco.

Pronto se supo que el apuro por la boda fue porque la princesa se casaba -como se decía entonces- de apuro. Sí, Carolina estaba embarazada, algo que en esa época generaba escándalo entre las chicas comunes y mucho más entre las royals. Era frecuente que nacieran bebés “cinco mesinos” con peso y salud de embarazos a término, pero nadie preguntaba mucho y mucho menos explicaba.

La boda fue oficiada por Noël Museux, presidente del Consejo Nacional de Estado y duró apenas veinte minutos. Carolina lució un vestido diseñado por Marc Bohan para Christian Dior. Era un vestido envolvente, confeccionado en crepé de seda y con un largo por debajo de la rodilla, perfecto para ceremonias civiles y que lucido por Carolina pronto se convirtió en tendencia. La novia llevaba un anillo de oro con tres zafiros: rosa, amarillo y azul, al parecer único en el mundo, regalo de su novio. Aunque era un día agradable y lleno de sol, los recién casados no salieron a saludar al balcón. No llegaron más turistas para ver el evento, tampoco periodistas ni fotógrafos. La imagen contrastaba con las cinco mil personas que estuvieron en los alrededores del Palacio en la boda de Carolina con Junot y siguieron su primer paseo como recién casados. A esa boda además habían asistido 800 invitados, entre los que se mezclaban rostros conocidos de Hollywood y la aristocracia europea. Sin embargo, la gran diferencia no estaba en la cantidad de invitados sino en la cantidad de amor que se percibía en esta boda.

Menos de 30 personas vieron a Carolina dar el sí por segunda vez. Estaba el príncipe Raniero; Estefanía de Mónaco, pero sin su novio de ese momento Jean-Paul Belmondo, hijo del reconocido actor, también fue de la partida. Glisanne Levi, hermana de la fallecida princesa Grace; Giovanni y Fernanda Casiraghi, padres del novio; sus hermanos Marco, Rosalba y Daniele, así como algunos amigos íntimos de la pareja. Los testigos de Carolina para la ceremonia fueron sus dos mejores amigas: Héléne Boitel y Marina Palma y los del novio: Marco Ballestreri y Marco Colombo. La boda no se realizó en el imponente Salón del Trono, donde Carolina se había casado en primeras nupcias, sino en el coqueto pero más discreto Salón de los Espejos. No se transmitió el evento por televisión que en ese momento prefirió programar un clásico para enamorados y princesas rebeldes: Sissi emperatriz.

El 8 de junio de 1984, cinco meses y medio después de la boda nació Andrea. Fue el primero de los tres hijos que tuvieron en cuatro años. El 3 de agosto de 1986 llegó Charlotte, y el 5 de septiembre de 1987, Pierre. Felices y plenos, al matrimonio no le molestó que las normas eclesiásticas, por no haberse casado por Iglesia, consideraran a sus hijos ilegítimos, algo que los excluía de la sucesión al trono. Recién en 1993 un decreto del papa Juan Pablo II consideró “legítimos” a los tres niños.

El matrimonio con Casiraghi llenó de alegría a Carolina. Si los compromisos institucionales se los permitía viajaban por el mundo. Paseaban en góndola en Venecia, caminaban con sus perros por París, esquiaban en Suiza, hacían una escapada a St Tropez, asistían al teatro en Nueva York con Liza Minelli o participaban de un evento en Los Ángeles junto a Roger Moore y Gregory Peck. Adonde iban, iban con sus hijos, a quienes mimaban en público sin disimulo. Stefano se integró a la perfección en la Familia Real monegasca. Como empresario inmobiliario facilitó negocios y contactos pero como esposo de la princesa participaba en los grandes actos de los Grimaldi. En las grandes galas era tal la felicidad que irradiaban que resultaba imposible dejar de mirarlos y sí, un poquito también, envidiarlos.

El italiano no dudaba en mimar a su mujer con increíbles regalos. En 1989, en el puerto de Mónaco, Carolina vio un yate a motor construido en 1936 y con espacio suficiente para alojar a su familia, más nueve invitados y toda la tripulación. Su marido decidió comprárselo. Lo bautizó Pacha III por las primeras letras de los nombres de sus hijos: Pierre, Andrea y Charlotte.

Stefano sentía pasión por los deportes extremos y se la pasó a su mujer que no dudó en acompañarlo en el Rally Dakar de 1985. La aventura no terminó del todo bien porque el camión con el que competían volcó y tuvieron que abandonar. Si a Stéfano los autos le gustaban -participó en numerosas carreras de autos como la Porsche 944 Cup- más lo fascinaban las lanchas veloces. Era fanático del offshore, especialidad conocida como “la Fórmula 1 del agua”. Comenzó a competir en 1984 y ese mismo año estableció el récord mundial de velocidad: 278,5 kilómetros por hora. En 1989 se coronó campeón del mundo en Atlantic City.

El 3 de octubre de 1990, Carolina realizaba compras en París con su amiga Inés de la Fressange. Temprano había hablado con su esposo, que ese día competiría en Montecarlo con su lancha Pinot di Pinot. Ella esperaba que cumpliera su promesa de retirarse a los 30 años. Él le había asegurado que lo haría pero que antes intentaría revalidar su título de campeón en esa, su última competencia.

Comenzó la carrera con la Pinot liderando sin problemas y a 175 km por hora; entonces la tragedia. Una ola inesperada provocó que la lancha volara por los aires girando sobre sí misma, hasta chocar violentamente con el agua y quedar invertida. Innocenti salió despedido, pero Stéfano quedó atado a su asiento. Las crónicas de esa época cuentan que los equipos de rescate llegaron con rapidez. Socorrieron a Innocenti que solo sufrió heridas leves. Stéfano no sobrevivió. Carolina quedaba viuda a los 33 años, tras siete de matrimonio. El dolor la enmudeció tanto que fue el príncipe Rainiero quien tuvo que explicarle a sus nietos que ya no tenían papá. Tres días después, se realizó el funeral. La pena de Carolina era tan gigante que se descompuso en medio de la ceremonia.

A la semana, visitó a la familia de su marido. Después se instaló en Saint Remy, un poblado en la Provenza francesa. Se mudó a una granja, se dedicó a sus hijos, cambió el ruido por el silencio; la princesa rebelde, la más linda de todas se convirtió en la “viuda de Europa”. Su amor fue tan intenso y trágico que jamás en público, ante la prensa o en algún evento volvió a nombrar o hablar de Stéfano. Mientras que el hospital de Mónaco lleva el nombre de Grace Kelly, en el pequeño principado no existe ni una institución ni siquiera una callecita llamada Stéfano Casiraghi, quizá porque para Carolina el dolor sigue todavía mucho más vivo que la memoria.