Tampoco es cuestión de un malandraje que crece sin control, pero al cual estamos más o menos acostumbrados desde hace años.
El miedo al abandono, a que quienes gobiernan, dirigen, sean oficialistas u opositores reales o comprometidos bajo cuerda, sólo parecen atentos a sus respectivos ombligos y no quedarles tiempo ni interés sino para ellos, para programar sus futuros a cuenta nuestra. Miedo a que en este país que tenemos sólo parece contar el dinero, a que el Gobierno, incapaz y miope, sólo ve y aún quiere hacernos creer que Venezuela mejora porque hay algunas muy pequeñas zonas donde la prosperidad es cosa de exhibición, miedo a que no sólo hayamos sido perennemente imbéciles en política y sobre sus personajes y operadores, sino a que, a pesar del aumento de la pobreza y la decepción, sigamos siéndolo.
Miedo a salir a la calle a encontrarnos con esa realidad, a sentirnos envueltos en los despachos oficiales, en las oficinas bancarias, en los salones y pasillos de las empresas, en los vehículos de transporte público, en los centros de muy deficiente atención a la salud, en los institutos de educación privada y pública, donde vayamos y estemos, en ese ambiente de estupor porque a nadie parecemos preocuparle.
Miedo a que no sea sólo un asunto de predisposición política, y de desmoronamiento de una cultura de pueblo que vivió siempre de pasados gloriosos y sus héroes sólo superficialmente estudiados, sino característica de nación, de ciudadanía, demasiado tiempo incompleta, de no ser país de formas de pensar sino de caudillos que hablan mucho y hacen muy poco, excepto por disfrutar la fuerza y el enriquecimiento propios. Mientras puedan, haciendo lo que haya que hacer para poder más.
Miedo, camaradas, compañeros, a que la única manera de mejorar nosotros y nuestros hijos, sea irse del país a buscar quienes nos enseñen a asumir los retos.
Miedo a ser venezolanos en Venezuela.