Le dolió toda su vida. En la cara y en el orgullo. Lo marcó para siempre, dejó detenidas en el tiempo las relaciones con su extraña familia, en la que no abundaba el cariño; amplió la brecha enorme que ya existía con su padre, severo, fiero y violento y lo dejó en el peor abandono que alguien puede sentir en su infancia: el desconcierto.
Por infobae.com
La bofetada que Martin Bormann, el poderoso jefe nazi y mano derecha de Adolf Hitler dio a su hijo de doce o trece años, le hizo girar la cabeza hasta ponerla en paralelo con el hombro. Con la mejilla ardida, el chico supo enseguida cuál había sido su error. Había saludado a Hitler con el tradicional “¡Heil, Hitler!”, cuando lo correcto e ineludible debió haber sido: “¡Heil, mein Führer!”. No era para tanto. Después de todo, el hijo de Bormann llevaba dos nombres, Martin por su padre y Adolf por Hitler, que era su padrino de bautismo. Su madrina era Ilse Hess, la mujer de Rudolf Hess, que en ese momento era superior jerárquico de Bormann. Martin Adolf Bormann era uno de los chicos mimados del nazismo y uno de los últimos en ser bautizados; después, los nazis adoptaron sus propios ritos de incorporación de un recién nacido a la que, pensaban, era la sociedad del futuro que iba a prescindir de las religiones.
El cachetazo paterno tiró abajo también otro mito: Martin Adolf era para su familia y para varios de los jefes nazis “Krönzi”, una palabra, un apodo, que equivalía a “príncipe heredero”, ahora humillado, destronado, degradado de aquel imperio infantil y casi excluido de su familia. Otro episodio marcaría su vida en la primera infancia. Una mañana, su hermana golpeó su cabeza con la hamaca en la que jugaba; temeroso de un reto paterno, Martin Adolf se escondió en un sitio en el que nadie lo pudo encontrar: al caer la noche, lo venció el pánico y volvió a casa, pálido y tembloroso. Tan aterrado estaba que su madre lo consideró suficiente castigo.
¿Qué tanto marcan ciertos hechos de infancia la futura personalidad de un adulto? En todo caso, el joven Bormann no pudo escapar, lejos estaba de hacerlo, del destino cruel, inesperado, azaroso, en algunos casos atroz, de los hijos del nazismo. Había nacido el 14 de abril de 1930 en Grünwald, en el distrito de Múnich, en la Baviera amada y añorada por Hitler. Tenía tres años cuando su padrino tomó el poder, nueve cuando empezó la Segunda Guerra Mundial, trece cuando, en 1943, el nazismo todavía podía presumir de éxitos militares y sus jefes endiosados por el fanatismo de sus seguidores; y tenía quince años en 1945, cuando el Tercer Reich se derrumbó bajo el fuego aliado, Hitler se suicidó, su padre desapareció y su vida volvió a cambiar para siempre.
Martin Bormann padre fue un tipo violento aun antes del nazismo. Después de la Primera Guerra Mundial, había tomado parte de los Freikorps, un grupo paramilitar de nacionalistas antisemitas que hacían justicia por mano propia contra los obreros en huelga en la República de Weimar, y contra la población judía de Alemania. En 1924, después del intento de golpe de Estado de Hitler conocido como el putsch de la cervecería, Bormann fue condenado a un año de cárcel por estar involucrado en el asesinato de Walter Kadow, un maestro de escuela de quien, sospechaban, había denunciado a un nacionalista alemán ante las autoridades francesas que ocupaban en ese entonces la zona alemana del Rhur. Bormann y un cómplice, Rudolf Hoss, secuestraron a Kadow, lo llevaron a un bosque, lo apalearon y lo degollaron. Hoss fue condenado a diez años de cárcel y Bormann a uno. Salieron libres los dos poco tiempo después. Bormann se convertiría en la mano derecha de Hitler y Hoss en el jefe de Auschwitz, el gigantesco campo de la muerte de los nazis.
Con esos antecedentes, en 1937, ya con Hitler como canciller de Alemania, con el nazismo en pleno ascenso y con el primero de sus hijos de siete años, Bormann se unió al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) y a las SS, con el número 278.267. Una orden especial de Heinrich Himmler le regaló el número 555 para acreditarle el estatus de “antiguo combatiente”: Bormann había estado ligado al nazismo y a Hitler mucho antes de afiliarse al NSDAP y a las SS. Sólo que prefería hacer todo en las sombras.
Bormann padre trepó con velocidad en la estructura nazi, bajo el mando de Hess. Cuando en 1941 Hess viajó en secreto a Londres y fue apresado por los británicos, y después de que Hitler lo acusara de traidor y ordenara su fusilamiento en donde fuese apresado, Bormann tuvo plenos poderes en la estructura nazi. Fue el jerarca que regaló a Hitler el famoso Nido del Águila, el refugio y chalet de descanso en Berchtesgaden, donde parte de la jerarquía nazi tenía sus propias casas de descanso. Allí estudió sus primeros años Martin Adolf. Bormann padre, en tanto, dedicó su vida a Hitler, fue jefe de la Cancillería del Reich y, más importante, administrador financiero personal del Führer: manejó los ingresos por la venta masiva de “Mein Kampf” (“Mi Lucha”), administró sus terrenos en Obersalzberg, la zona aledaña al Nido del Águila y veló por las regalías que Hitler recibía por el uso de su imagen en los sellos postales de Alemania. Se convirtió también en el hombre más temido y más odiado por los jerarcas del régimen nazi: Heinrich Himmler, el poderoso jefe de las SS, Hermann Göring, también allegado a Hitler y el jefe de la fuerza aérea alemana y hasta Rudolf Hess, mano derecha de Hitler desde los años ‘20 miraban con recelo a Bormann de quien Albert Speer, el arquitecto del Reich decía que era el más peligroso de los allegados a Hitler porque ejercía sobre el Führer una singular influencia.
La mujer de Bormann y madre de Martin Adolf era Gerda Buch. Era hija de un amigo personal de Hitler, miembro importante del NSDAP. Se había casado con Bormann en 1929 y, luego del nacimiento de Martin, entre 1931 y 1943, había tenido otros diez hijos, varones y mujeres: una de sus niñas murió apenas nacer. Como su marido, era anticristiana y fanática nazi. Parió tantos hijos porque estaba convencida de que había que dotar de soldados y de sangre joven al Reich. Recomendaba con fervor la poligamia en favor de la procreación. Impulsó, inspirada en una ley de la época de la Guerra de los Treinta Años, que los nazis dieran a los hombres sanos el derecho a tener dos esposas. Cuando su marido tomó como amante a una actriz, Manja Behrens, lo felicitó y deseó que ambos tuvieran un hijo lo más pronto posible. En ese barro se moldeó la vida de Martin Adolf.
En la escuela rural de Berchtesgaden, en la que cursaban los hijos de los jerarcas nazis y los del personal de servicio del refugio de siete kilómetros cuadrados rodeado de vallas, “una reserva de caza mayor”, según Speer, Martin Adolf fue dispensado de ir a las clases de religión. Durante ellas, enseñaban el catecismo a los chicos, a Bormann lo recluían en otro salón, lo que de alguna forma lo hacía diferente al resto de sus compañeritos. Un día preguntó a su madre el motivo por el que no recibía clases de religión, Gerda le contestó: “No la necesitamos”.
Fue un chico rebelde y espinoso, Martin y Gerda pensaron que debía ser “domesticado” y lo mandaron a un internado nazi tan severo, que de él huían los padres de los otros hijos del nazismo. Era un sistema educativo, si es que lo era, para fanáticos: de allí iban a ser seleccionados los futuros dirigentes del Reich: lo habían levantado a más de doscientos kilómetros de Berchtesgaden, sobre el lago Starnberg, en Baviera. Allí ingresó Martin Adolf, ya con la cachetada a cuestas, para recibir educación militar y formación paramilitar, además de un entrenamiento físico al que no estaba acostumbrado; debió aprender de memoria el programa del NSDAP y estudiar el “Mein Kampf” con el rigor de una biblia. De alguna forma se integró, o pareció integrarse, pero ese internado lo hizo encarar una nueva vida: nunca más volvió a vivir con su familia: los veía en las vacaciones escolares, un período en el que su padre tampoco vivía en la casa familiar. El distante vínculo con él se agrandó, se hizo insalvable: lo vio por última vez en la Navidad de 1943. El chico tenía trece años y el Reich había empezado a derrumbarse tras la derrota en Stalingrado en enero de ese año.
El 23 de abril de 1945, con el Ejército Rojo a las puertas de la Cancillería del Reich y con el resto de las fuerzas aliadas que estrechaban el cerco por el oeste, la escuela del Reich cerró sus puertas. Finalmente, el 1 de mayo, la realidad golpeó a Martin Adolf que había cumplido quince años diecisiete días antes. Según la historiadora Tania Crasnianski en su “Hijos de nazis”, Martin evocó años después aquel día: “El peor momento fue cuando, a las dos de la mañana del 1° de mayo, nos enteramos por la radio de la muerte del Führer. Para mí, fue el fin. Lo recuerdo con toda claridad, pero no puedo describir el silencio que sobrevino en ese instante y que duraría cuatro horas. Nadie dijo nada, pero poco después, la gente empezó a salir y se oyó un disparo, luego otro y otro más. En el interior, ni una palabra, ningún sonido fuera de los disparos en el exterior. Creíamos que todos moriríamos (…) Yo ya no veía ningún futuro. De pronto, detrás de los cuerpos que cubrían el pequeño jardín, apareció otro muchacho, mayor que yo, tenía dieciocho años. Me invitó a sentarme junto a él, El aire estaba perfumado y los pájaros cantaban: nos salvamos. Sé que si en aquel momento no hubiéramos estado allí el uno para el otro, ya no perteneceríamos a este mundo. Lo sé”.
Martin Adolf Bormann volvió a Berchtesgaden, vestido con su uniforme de las Juventudes Hitlerianas y con la cruz esvástica en el brazo. Su madre había huido al Tirol de Sur con un apellido falso: Bergmann. Su padre había desaparecido y nadie sabía nada de él. Sólo halló en la casa al secretario de Bormann, que le dio ropa de reemplazo y le hizo quemar el uniforme y el brazalete con la esvástica. También le dio un documento falso a nombre de Bergmann y lo derivó a una escuela rural de Salzburgo, Austria, para que aprendiera el oficio de agricultor. Pero cuando llegó a la escuela, la encontró vacía, desierta, abandonada.
A finales de 1945, enfermo, encontró refugio en una granja de Hinterthal, al sur de Salzburgo, cerca de la frontera alemana. Le dio cobijo una pareja de campesinos a quienes mintió sobre su origen, dijo que sus padres habían muerto en un bombardeo en Múnich. Fue en esa granja en la que, diría después, se enteró de los horrores del nazismo, del Holocausto y del papel que había jugado su padre en ese horror. Vivió los meses siguientes aterrado, convencido de que, si lo pescaban, iban a fusilarlo por aquellos crímenes cometidos por otros.
Solo, sin saber qué había pasado ni dónde estaba su familia, sin tener adónde ir, con diecisiete años a cumplir, en 1947 Bormann hijo confió sus males al cura del pueblo, el padre Regens, a quien conocía porque había empezado a seguir un curso de catecismo. Fue Regens quien despertó en el joven Bormann la vocación religiosa. Cuando los tribunales de Núremberg condenaron a muerte en la horca y en ausencia a Martin Bormann por crímenes de guerra, Martin Adolf abrazó el cristianismo al que su padre había combatido. O dijo al menos que abrazaba el cristianismo. La iglesia católica alemana lo recibió como al hijo descarriado y el joven Bormann se bautizó católico el 4 de mayo de 1947. Ingresó entonces en la escuela secundaria de los Misioneros del Sagrado Corazón, en Salzburgo-Liefering, y se interesó en los estudios de teología.
En octubre de ese año, en el micro que lo llevaba a Salzburgo, creyó que una ex secretaria de la Cancillería del NSDAP de Múnich lo había reconocido. Al día siguiente y por una denuncia anónima, lo detuvieron y lo entregaron a la contrainteligencia americana: fue a parar a la cárcel hasta que intercedió por él el arzobispo de Salzburgo: lo liberaron enseguida. En la Navidad, con el nombre falso de Reinhold Meier, fue a visitar a su tío, en Baviera. Supo entonces que su madre había muerto en marzo de 1946 por un cáncer de estómago, antes de cumplir treinta y seis años. La habían detenido después de la guerra y los aliados la derivaron a un encierro en Merano. Los hermanos de Martin Adolf habían sido ubicados en familias de acogida y, con excepción de una de sus hermanas, todos se habían bautizado como católicos.
El catolicismo se había metido en él como una luz de salvación. O al menos sintió, o dijo haber sentido o visto esa luz redentora. En 1948 ingresó al seminario jesuita de Ingolstadt, en la Alta Baviera; en 1951 terminó sus estudios secundarios y en 1958, a sus veintiocho años, se ordenó sacerdote. Por supuesto, dio su primera misa en la iglesia del padre Regens, la de María Kirchental. “¿Por qué me hice sacerdote? –evocaría pocos años después- Porque me llamó la gracia de Dios. Me llamó a conservar y también a colaborar en la difusión entre los hombres del feliz mensaje de la Redención. Al principio, no pensé en el sacerdocio, no me atrevía. Quise prestar mi servicio como hermano lego. Para eso me dirigí a los misioneros del Sagrado Corazón. Mi director espiritual me encaminó con decisión a los estudios y así he llegado a ser sacerdote en esta Congregación, para servir a la gloria de Dios y a la salvación de las almas”. ¿Quién se atrevería a dudar de tan febril convencimiento?
Todavía temía a su padre, de quien no se sabía nada y a quien habían visto por todas partes: en la lejana Argentina, en la segura Suiza, en la Alemania secreta. Recién en 1973 se sabría que Martin Bormann había huido del bunker de Hitler luego de su suicidio, y había intentado alcanzar las líneas americanas, para no caer en manos de los rusos, junto al médico personal de Hitler, Ludwig Stumpfegger. Terminó por suicidarse con cianuro en la Invalidenstrasse. Su cráneo fue hallado por azar, junto a los restos de otros soldados, durante una excavación destinada a ampliar la estación de ferrocarril de Lehrter. Al año siguiente, después de una serie de análisis antropométricos, Alemania declaró muerto a Bormann. Y en 1998, un análisis de ADN confirmó aquella identificación.
Pero en 1958, Bormann era todavía un misterio. Y su presencia ominosa atenazaba aún la vida de su hijo que temía el regreso inoportuno de su padre para verlo convertido en uno de los “enemigos” del antiguo Reich: un sacerdote. Había sido Bormann quien había perseguido a la Iglesia Católica durante el nazismo y quien había firmado la decisión de eliminar a los judíos de Europa tomada en la Conferencia de Wannsee, en enero de 1942. Pese a ese temor casi atávico hacia aquel hombre severo, cruel y ausente que había sido su padre, Bormann hijo dijo entonces: “No odio a mi padre. Durante muchos años aprendí a diferenciar entre mi padre como individuo y mi padre como político y oficial nazi”. Era un espejismo.
En 1961, como si no pudiera desprender a la guerra de su vida, marchó como misionero al Congo, que era un polvorín. Envuelto en las guerras de los países africanos por liberarse del colonialismo europeo, el ex Congo Belga era en ese momento la flamante República Democrática del Congo. Quien había sido su líder, Patrice Lumumba, que había contado con el apoyo de Moscú, había sido derrocado en 1960 y asesinado en 1961. En 1964 estalló una revuelta en el este del país, conocida como Rebelión Simba, desatada por los seguidores de Lumumba. Los zarpazos de aquel conflicto dieron de lleno en el misionero Bormann que fue capturado por los rebeldes, torturado y sometido a simulacros de fusilamiento. Tania Crasnianski afirma que Martin Adolf Bormann “no le temía a la muerte, pero la tortura lo hirió para siempre”. Regresó a Alemania en 1963 para curarse de una enfermedad contagiosa contraída en el Congo. Regresó a África en 1966 y volvió a Alemania nueve meses después.
Un accidente le iba a dar un nuevo giro a su vida. En 1971, perdió el control de su Opel blanco y chocó de frente contra un camión militar americano. Salvó su vida por milagro, nunca mejor dicho, y estuvo en coma por más de diez días. Cuando recobró la conciencia de aquel regreso desde la frontera con la muerte, “un regalo de la providencia divina”, diría el padre Bormann, vio a su lado a la religiosa que lo había cuidado durante su agonía. Se enamoraron, renunciaron los dos a sus votos y se casaron el 8 de noviembre de 1971 en Haarlem, Holanda. Desde entonces, el matrimonio Bormann se dedicó a la enseñanza religiosa, las mismas clases a las que los padres le habían impedido asistir al chico Martin Adolf. Él fue maestro entre 1973 y 1992 y su mujer fue maestra en una escuela religiosa de Garmisch-Partenkirchen, un paraíso para los esquiadores, en Baviera.
En los años 80 participó de unos encuentros entre hijos de víctimas del Holocausto e hijos de los verdugos nazis. Los dos grupos visitaron Auschwitz, Dachau, el extraordinario Museo del Holocausto de Washington y el de Yad Vashem, en Jerusalén.
Tania Crasnianski cita a Adolf Martin Bormann y su angustia por no poder ya hablar con sus padres de aquel pasado: “Mi peso del silencio era completamente distinto. Yo tuve que guardar silencio, callarme, por miedo justificado o injustificado de ser descubierto y perseguido como hijo de mi padre, y de que me acusaran de todos los crímenes cometidos por el régimen nazi, crímenes que conocí después”.
En 2011, cuanto tenía ochenta y un años y lo aquejaba un principio de demencia, o al menos un alegado principio de demencia, Martin Adolf Bormann fue acusado por Víctor Este, entonces de sesenta y tres años, de haberlo violado varias veces cuando él era pupilo y Bormann director en el monasterio del Corazón de Jesús, en Salzburgo, en 1960. Por entonces, Bormann era un joven sacerdote de treinta años, ordenado apenas dos años antes. La denuncia apareció publicada en la revista Profil, de Austria, junto con el testimonio de otros tres alumnos que dijeron haber sido golpeados por Bormann “hasta hacerlos sangrar”.
Pese a su declarado principio de demencia, Bormann negó los hechos. La iglesia católica de Austria, sacudida desde 2010 por infinidad de denuncias sobre abusos sexuales ocurridos medio siglo antes y ya prescritos, creó una comisión destinada a escuchar y atender a las víctimas de aquellos abusos físicos y sexuales. La llamada Comisión Klasnic, fue presidida por la titular del Partido Austríaco del Pueblo, Waltraud Klasnic, que había nacido en 1945, cuando el entonces joven Bormann vagaba sin futuro con su uniforme de la Juventud Hitleriana y el brazalete con la esvástica.
La Comisión registró al menos 840 denuncias contra la iglesia austríaca. Contra Bormann no hubo denuncia penal, ni investigación judicial. La Comisión Klasnic indemnizó a su acusador.
Martin Alfred Bormann, el ahijado de Hitler, el “Krönzi”, el príncipe heredero del Tercer Reich, murió el 11 de marzo de 2013.