Libres, pero desconcertados y perdidos. Así se sienten muchos de los 222 expresos políticos nicaragüenses que fueron expulsados de su país por el régimen de Daniel Ortega hace hoy un mes y que tratan de sanar sus heridas y empezar una nueva vida que no pidieron.
“Ya llevamos unas cuantas semanas acá, pero sigue siendo muy difícil hacerse a la idea de que debemos hacernos una nueva vida”, cuenta a EFE Álex Hernández en una entrevista por videollamada. “Es la obligación de tener que empezar de cero”, agrega.
Quien fuera uno de los líderes de la Unidad Nacional Azul y Blanco, movimiento de organizaciones opositoras a Ortega, continúa todavía tratando de asimilar que hace justo un mes su vida volvió a dar otro viraje inesperado.
En mitad de la noche lo sacaron del penal de El Chipote, donde pasó cerca de año y medio encerrado (y otro medio año en 2018), lo subieron en un avión con otros 221 presos políticos, y lo enviaron al exilio en un país en el que nunca pensó vivir.
“En el fondo me siento un poco culpable porque yo me creé mi propio futuro, aunque asumo mi responsabilidad, pues sabía que al meterme (en política) iba a perder algunas cosas”, confiesa, enumerando lo que ha perdido, que es todo lo que tenía.
“Estamos libres pero no al 100 % porque libertad plena sería poder agarrar mis cosas e irme a Nicaragua”, apunta el joven de 32 años, cuya nacionalidad le fue arrebatada por Ortega, como la de los 222 y otros tantos opositores en el exilio.
En la charla está acompañado de otros dos expresos, Yader Parajón y Marcos Fletes. Los tres se conocieron en El Chipote y sienten cosas similares tras este mes: el desconcierto de no saber qué hacer con sus vidas y cómo curar las fuertes heridas psicológicas que les ha dejado la cárcel. Cosas similares a las que sienten la mayoría de los 222, aseguran.
“Lo más difícil es saber dónde radicar, dónde ubicarme”, relata a EFE Marcos, desde la casa de un hermano que lo ha recibido en California.
Para Yader, lo más complejo ha sido también decidir dónde quedarse, tener la mente relajada y poder dormir, cuenta desde casa de unos amigos que lo han acogido en Florida.
Álex está en Maryland con unos compatriotas que le abrieron sus puertas sin conocerlo. Entre las cosas que más le han sorprendido este mes es “el despliegue de solidaridad de todas las personas”.
“Vivo en casa de unas personas que no conocía y, sin embargo, ya siento que me conocen desde hace años y me apoyan”, explica. Gracias a ellos está consiguiendo recuperarse poco a poco, y también a haberse reconocido a sí mismo que necesita ayuda.
“Estoy tomando terapia por la ansiedad. Siempre he sido arrogante y pensado que tengo capacidad de resiliencia, pero en esta ocasión me dije que no, que necesito ayuda para aceptar esta nueva realidad”, explica.
Por el momento, al igual que Yader, ha decidido alejarse un tiempo de la lucha “por salud emocional” y no participar en la acción política que están intentando iniciar desde el exilio otros expresos.
Los tres están de acuerdo en que arrancar una nueva vida en Estados Unidos, la que muchos sueñan, es un proceso y que pronto estarán bien. Sueñan con poder trabajar, estudiar y, en el caso de Marcos, convivir con sus hijos.
También están de acuerdo en que, pese al agradecimiento que sienten por Estados Unidos, ha habido muchos fallos en el proceso, con un fuerte “déficit de información” sobre los procedimientos y problemas como que no tienen una cobertura sanitaria, pese a su situación de vulnerabilidad.
El permiso humanitario que EE.UU. les concedió no se la otorga y por el momento también siguen a la espera de los papeles que les permitan trabajar.
En otra entrevista telefónica, la activista Suyen Barahona, aunque está agradecida, repite las mismas quejas. “La mayoría tiene muchas necesidades de salud, de hacerse revisiones, y también de tener un empleo”, explica, pues los permisos de trabajo, aunque están acelerándose, todavía no han llegado.
Barahona, una de las 33 mujeres que viajaban en el vuelo, habla también de otras demandas colectivas, que el grupo comparte a través de encuentros virtuales, como el reencuentro de las familias, ya que el régimen está dificultando la obtención de pasaportes.
Aunque algunos tienen aquí a su familia, la mayoría vive “con la angustia” de tenerlos en Nicaragua, vulnerables a cualquier represalia.
Así lo cuenta Lázaro Rivas desde la casa de su hija en Chicago, donde está pasando estas semanas. En Nicaragua le quedan otros dos hijos y su esposa, que son ahora su principal preocupación, explica a EFE.
Esa y la de no saber qué hacer encerrado en las cuatro paredes que se le quedan tan pequeñas como una celda.
“Paso aquí encerrado todo el día en este apartamento, haciendo nada y con todo el gasto”, apunta, agobiado por la situación, con una urgencia máxima de que lleguen los papeles para poder trabajar y comenzar, de verdad, la vida en el norte que muchos sueñan, pero que a ellos les fue impuesta.
EFE