Tenía sólo seis meses cuando sus hermanos mayores formaron la banda que pasaría a la historia como una de las más exitosas de todos los tiempos. Nacidos en Isla de Man –una pequeña dependencia de la Corona británica en el mar de Irlanda–, Barry y los gemelos Robin y Maurice pronto irrumpirían como los reyes de la música disco y llegarían a vender tantos discos que sólo Elvis, los Beatles y Michael Jackson habían logrado superarlos para cuando entraron al salón de la fama del Rock and Roll, tal como se lee en la placa con el nombre Bee Gees colocada en 1997.
Por infobae.com
Andy Gibb nació en las afueras de Manchester el 5 de marzo de 1958 como el menor de los cinco hijos de Barbara y Hugh Gibb. Aunque también tenía un talento especial para el canto, Lesley, la única mujer, pasó toda su vida a la sombra de sus tres hermanos más grandes. La suerte de Andy, de enorme parecido con Barry, tanto físico como en el color de su voz, fue aún peor: creció con todas las oportunidades que los mayores no habían tenido y demasiadas tentaciones al alcance de la mano en plena era del Cocaine Disco, y con sus hermanos en el centro de la escena. Mientras ellos se criaron juntos y seguidos, él siempre estuvo demasiado solo.
En agosto del 58, los Gibb se instalaron en Australia y fue en ese país y muy poco después donde el corredor de Speedway Bill Goode, que había contratado a Barry y los mellizos –de sólo 13 y 10 años, respectivamente– para tocar en las carreras, les presentó al conductor radial Bill Gates, y ambos bautizaron al grupo de prodigios con sus iniciales y las de Barry, aunque la creencia popular indique que la sigla viene de “Brothers Gibb”. No es un dato menor: en el estudio, en el escenario y también en su casa, siempre hubo desde entonces un hermano que llevó la voz cantante: Barry.
Andy no había cumplido 9 años cuando los Bee Gees firmaron su primer gran contrato internacional: como la banda más prometedora de 1967 y de la mano del productor australiano Robert Stigwood –amigo y socio en su país de Brian Epstein– acordaron que por los siguientes cinco años Polydor Records distribuiría y comercializaría sus discos en Inglaterra, Europa y los Estados Unidos. El cambio en el estilo de vida de esa familia dotada pero que nunca había tenido un pasar demasiado acomodado, fue radical.
El benjamín de los Gibb tenía todos los vicios de los hermanos menores: siempre había sido el más díscolo y revoltoso –Barbara, su madre, lo describió alguna vez como “un pequeño demonio, un pequeño monstruo”–, pero el dinero hizo el resto. A los 11 años, ya con la familia de regreso en Gran Bretaña, se movía en una limousine por Londres y manejaba sumas astronómicas para un niño, que le permitían invitar a la diversión a una veintena de amigos y también pagarle a los adultos que estuvieran dispuestos a comprarle alcohol. Pronto dejaría el colegio.
Sin embargo, Andy traía en su ADN el mismo don precoz de sus hermanos. Con una guitarra acústica que le regaló Barry, comenzó a tocar en clubs de Ibiza y de Isla de Man –a donde los Gibb habían vuelto a mudarse– con sólo 13 años. Demasiado chico para sumarse al ritmo profesional de los Bee Gees, tres años más tarde, en 1974, llamaría a su primera banda con el nombre de un tema de sus hermanos, Melody Fayre. Barry lo convenció entonces de que volviera a Australia, donde Lesley ya se había casado y formado su familia. Pensaba que, igual que él y los mellizos, tendría muchas más posibilidades de triunfar en ese tubo de ensayo conocido donde además todos los contactos les pertenecían.
Pero instalado en Sydney junto al bajista, el percusionista y el guitarrista que habían viajado con él desde Man, no tardó en evidenciarse que Andy no tenía la misma predisposición para el trabajo sostenido ni la entrega de sus hermanos. La diferencia, de nuevo, la marcaba el dinero: Andy no tenía necesidad de forjarse una carrera, ni de ganarse la vida, ni de cambiar el destino familiar, porque ya era rico. Y entonces faltaba a los ensayos y grababa demos que no se molestaba en promocionar, o desaparecía durante semanas y olvidaba las fechas de los shows. Los músicos de Melody Fayre terminaron por volver a Inglaterra.
Recién dos años después, en 1976, editaría su primer single, Words and Music, sólo en Australia y Nueva Zelanda. Fue un relativo éxito: llegó al top 20 de las carteleras australianas. Ese mismo año, con apenas 18, Andy se casó con Kim Reeder y se mudaron juntos a West Hollywood. Faltaba poco para que “Baby Bee Gee” se convirtiera en una superestrella, pero ese camino estaría desde el comienzo minado por sus adicciones. El problema era que nadie estaba dispuesto a verlas como un problema: que ese chico simpático, rico y genial tomara cocaína sin parar era parte del combo de los setenta.
Claro que su matrimonio no duró mucho. Kim ya estaba de regreso en Australia para tener sola a su hija Peta cuando en 1977 I just want to be your everything rompió los charts americanos. Nominado a dos Grammys, también iba a quebrar un récord: por entonces era el único solista en lograr que sus tres primeros singles –además de I Just want to be your Everything, (Love Is) Thicker than Water, y Shadow Dancing— llegaran al primer puesto en los Estados Unidos.
Para los 21, ya divorciado, había vendido más de 15 millones de discos. Su album Flowing Rivers llegó en pleno boom de los Bee Gees como soundtrack de Fiebre de Sábado por la Noche (1977) y Andy aprovechó ese envión para seguir rompiendo récords. Mientras amasaba su propia fortuna, gastaba la mayor parte en drogas sin que a nadie le preocupara en absoluto. ¿Qué otra cosa podía hacer ese hijo de la era Disco aparte de consumir cocaína en cantidades absurdas? Todo parecía parte de la diversión.
En 1979, Gibb hizo un célebre dueto con la australiana Olivia Newton-John, que se había hecho amiga de la familia durante el rodaje de Fiebre de Sábado por la Noche, Rest Your Love on Me. Cantaron con los Bee Gees y ABBA en Música por UNICEF, que se televisó en todo el mundo. En marzo de 1980, logró su último hit en el Top 10, Desire, grabado originalmente para la banda de sus hermanos. I Can’t Help It, otro dueto con Newton-John, alcanzaría el top 20. De ahí en más, su carrera iría en declive, y él permanecería hasta sus días finales con la misma inmadurez y las mismas adicciones de los 17, como diría más tarde uno de sus productores. Sensible, bello y talentoso, pero congelado en esa adolescencia tóxica.
A la actriz Victoria Principal –la Pamela Barnes de la serie Dallas– la conoció en enero de 1981 en The John Davidson Show. El amor fue instantáneo y la prensa se enamoró de ellos también de inmediato. En ese tiempo, Andy probó otros rumbos y participó de una superproducción de Andrew Lloyd-Webber en Broadway, pero lo echaron rápidamente. “Cuando estaba en el teatro era una gloria, pero estaba demasiado poco”, diría después un veterano productor que tuvo que encontrarle cuatro reemplazos para atajar sus ausencias imprevistas, siempre tras raids de consumos tóxicos. “Y cuando finalmente aparecía, era como un perrito mojado, tan avergonzado de que había hecho algo malo. Era puro corazón, pero no había músculo que lo sostuviera”, le diría años después a People el mismo productor.
En agosto de 1981, Gibb lanzó junto a Principal el dueto All I Have to Do Is Dream. Decía que la había escuchado cantando en la ducha y la convenció de ir a un estudio y grabarla ese mismo día. Sería su último single y también su último éxito, aunque relativo: sólo trepó hasta el puesto 51 en los Estados Unidos. La relación iba a terminar al poco tiempo, en 1982, cuando la actriz le puso un ultimátum: “Las drogas o yo”. No tenía chances de ganar frente a su compañera más fiel y longeva, la cocaína ya era una parte suya, como el falsetto o su sonrisa.
Andy iba a morir cinco días después de cumplir los 30 –urgente para la muerte como para todo en su vida–, pero el final, silencioso, comenzó a vislumbrarse en ese momento. “No se incendió en una furia de autodestrucción en el pico de su fama como John Bellushi, no implotó como Elvis: la vida de Andy Gibb se apagó de a poco, como si la muerte siempre lo hubiera acechado”, dice la necrológica de la revista People.
Su familia culparía a Principal de haberlo introducido en las drogas, pero quienes lo conocían sabían que era sólo en el afán de explicar la tragedia: el derrotero del menor de los Bee Gees había comenzado mucho antes, cuando ni siquiera era un adolescente. Fue su talento extraordinario lo que lo hizo brillar por encima de sus adicciones, aunque sin “un músculo que lo sostuviera”, ese talento también estaba destinado apagarse.
A los 26 años tuvo un coma etílico y varios ingresos a la clínica de rehabilitación Betty Ford. Barbara, su madre, se mudó con él para cuidarlo. Había perdido hasta el último centavo en drogas, volvía a depender de Barry. También vivió en Miami con Robin. De vez en cuando, intentaba algo distinto. En el 87, por ejemplo, consiguió su brevet de piloto de aviones. Por lo demás, pasaba el resto de sus días volando alto, en el cielo o en su cabeza. No iba a ser una sorpresa para nadie cuando se estrellara.
A principios de 1988, hubo rumores de que Andy se sumaría a los Bee Gees. Barry hizo un contacto en el Reino Unido para que su hermano menor volviera a grabar un disco solista, y él se mudó de nuevo cerca de Londres con Barbara. Tenía un contrato y algunos pensaban que iba a recuperarse cuando tuvo un fuerte dolor de estómago que alertó a su madre. Lo internaron de urgencia en el John Radcliffe Hospital de Oxford el 7 de marzo.
En la mañana del 10 de marzo de 1988, el médico entró en su habitación y le dijo que tenían que hacerle nuevos estudios. Andy respondió “Está bien”. Con esas palabras se apagó su voz. Un momento después hizo un paro cardíaco. Y al siguiente momento, estaba muerto. El comunicado del Radcliffe Hospital diría que Gibb “murió por una inflamación del pericardio habitualmente provocada por un virus”. Andy ya había sido tratado por lo mismo en Beverly Hills y su médico de entonces también consideraba que sufría de una pericarditis viral.
No había ninguna evidencia, aparte de tantos años de consumo a la vista de todos, de que su muerte hubiera sido provocada por las drogas y el alcohol. Pero para todo el mundo, e incluso para su familia, la explicación era una sola: su corazón enorme y sin músculo había cedido finalmente a tanta cocaína. La era Disco había terminado una década antes, pero aquel chico que no conocía otro ritmo había seguido bailando por demasiado tiempo, y ahora ya era tarde.