La visita de Xi Jinping a Moscú como gestor de la paz, obviamente sesgada su pretendida imparcialidad, ha consolidado una relación comercial sobradamente lucrativa para China, aunque sin duda un salvavidas ocasional para Rusia. Son patentes los beneficios producto de esta guerra: ya 40% de las importaciones de Rusia son de origen chino y 30% de sus exportaciones van a ese destino con notables descuentos, particularmente en hidrocarburos. Subvención que se ampliará con el suministro cautivo de gas natural a través del gran gasoducto transiberiano. Crece la subordinación de la menoscabada Rusia al poder económico, tecnológico y militar chino.
El gesto, complementado con la anunciada reunión vía zoom con Volodimir Zelenski, concede a Xi protagonismo como mediador de un conflicto que perturba al mundo entero. Hace dos semanas, China sentó en una misma mesa a los beligerantes Irán y Arabia Saudita. Un acuerdo notable de convivencia, que posiciona favorablemente a China ante la oferta petrolera más importante del globo. De paso, esa entente entre iraníes y saudíes confiere solidez al gran acuerdo de largo plazo entre China e Irán, con inversión de 250 millardos de dólares para cooperación económica y militar.
Con estas acciones diplomáticas, China se promueve como actor de primer orden en el tablero mundial y afianza su insistente reclamo de un “multilateralismo” de las relaciones internacionales, que quebrante el protagonismo exclusivo del cual disfruta EE.UU. desde 1991.
Hay quienes evocan una reedición de la guerra fría del SXX. Sin embargo, en este caso no ondean banderas ideológicas, tampoco carrera por la supremacía militar, aunque China asegura celosamente un sistema de defensa competitivo con las grandes potencias. Su política exterior persigue dos objetivos fundamentales: hacer del mundo entero su red de inversión y comercio (ya es el primer socio comercial de África y Latinoamérica) y ser vanguardista y autónoma en capacidad tecnológica. Hacia esas metas marcha. Hasta ahora, pacíficamente…