La película del profesor rebelde en la escuela conservadora fue uno de los grandes éxitos de la década del 90, con frases que todavía se replican
En tiempos de ChatGPT, el programa de inteligencia artificial que puede desde escribir una canción, hacer un resumen o resolver complicadas ecuaciones, y de tutoriales en YouTube que enseñan casi todo, la figura del docente parece desdibujada. Y sin embargo, ahí están los buenos maestros resistiendo y demostrando que las aplicaciones pueden facilitar la vida pero no te la marcan. No existe app ni tutorial que pueda contra esos maestros de alma que logran que hasta el más dormido se despierte. Quizá por eso, la película La sociedad de los poetas muertos sigue conmoviendo. Ese docente que incentivaba a los alumnos con su carpe diem y esos chicos que respondían con su “¡Oh capitán! ¡Mi capitán!”, todavía conmueven. Por más maniquea y poco creíble que sea la fórmula, todos soñamos con haber conocido o conocer un profesor similar, incluso lo deseó Robin Williams, su protagonista.
Por Infobae
En La sociedad de los poetas muertos cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia. El guionista y escritor Tom Schulman se basó en su experiencia como alumno pupilo en un estricto y elitista colegio masculino en Nashville, Tennessee. Allí conoció a Samuel Pickering, un profesor de literatura que se paraba en su escritorio para dar clases y usaba el tacho de basura como soporte didáctico. Años después otro docente lo marcaría, Harold Clurman, un legendario director de teatro que con vitales 80 años, durante dos o tres horas encandilaba a sus alumnos con charlas sobre teatro, arte y cine en particular, y la vida en general.
El primer guion de Schulman se centraba en el rol docente pero luego descubrió que debía girar en los estudiantes y lo que el maestro les despertaba. El día que terminó de escribir fue al cine a ver Testigo en peligro y al finalizar la película le dijo a su esposa: “Ese es el hombre que quiero que dirija mi historia”. Era Peter Weir. Era 1985 y esperaría cuatro años para que su deseo se cumpliera.
Sin embargo, uno de los adolescentes lo miraba entre atemorizado y tímido: Ethan Hawke. “Robin era muy divertido, relajado y creativo e improvisaba constantemente. Pero yo estaba preocupado por ser un actor serio, había incluso leído a Stanislavsky. Quería interpretar genuinamente ese personaje y no burlarme. Él (Robin) se reía de mí y decía: ‘Oh, ¡este no quiere reírse…!’. Cuanto más hacía bromas sobre mi personaje, más humo salía de mis oídos”, narró sobre su interacción con el actor y su actitud bromista, que consideraba “irritante en un principio”, contó el artista que en ese momento tenía 19 años.
“Hubo una escena en la película en la que me hizo inventar espontáneamente un poema frente a la clase. Hizo esta broma al final, diciendo que me encontraba intimidante. Pensé que era una broma. A medida que envejezco me doy cuenta de que hay algo intimidante en la seriedad de los jóvenes: su intensidad. Es intimidante ser la persona que creen que eres. Robin fue eso para mí”, reveló muchos años después Hawke.
Sin embargo, pese a esos episodios que el actor tomó como algo personal en contra suya, Williams le demostró su aprecio y admiración con un gesto que valió más que mil palabras. El joven recibió una llamada del agente de Robin diciéndole que quería representarlo porque el actor vaticinó que sería una gran estrella.
La complicidad en pantalla entre el docente y sus alumnos no fue solo por la admiración que Williams despertaba en el elenco, también se logró gracias a una decisión creativa de Weir. El director decidió filmar en orden cronológico: a medida que crecía la admiración y el cariño de los jóvenes por Williams, también ocurría lo mismo en la ficción.
Para reforzar ese compañerismo que los jóvenes debían emanar en pantalla, el director los hizo dormir a todos en una misma habitación, lo que aumentó la confianza entre ellos e hizo que se viera más real que actuado. Además les entregó libros que narraban la vida de adolescentes durante los años 50, los obligó a escribir poesía y representar obras de teatro juntos. Sumó un detalle más: no les permitió lavarse el pelo con shampú sino solo con jabón y para enojo de Hawke les hizo cortarse el pelo como los jóvenes de esa época. Al terminar de filmar, los siete jóvenes eran tan amigos que no dudaron en viajar todos juntos Nueva York durante un fin de semana para acompañar Hawke y Leonard, que se presentarían en una audición.
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