Muerte en el Vaticano: el oscuro final del jefe de la Guardia Suiza, su esposa y un oficial entre rumores de sexo y espías

Muerte en el Vaticano: el oscuro final del jefe de la Guardia Suiza, su esposa y un oficial entre rumores de sexo y espías

El comandante de la Guardia Suiza Alois Estermann junto a su esposa venezolana Gladys Meza Romero (REUTERS)

 

El comandante Alois Estermann no llevaba un día en su cargo como jefe de la Guardia Suiza cuando la muerte lo encontró en su departamento de Ciudad del Vaticano la noche del lunes 4 de mayo de 1998.

Por infobae.com





La parca se le personificó en dos balazos de una pistola automática Stig Sauer 75. El hombre, de 43 años, no murió solo. En la misma habitación se encontraron otros dos cuerpos inertes baleados con la misma arma: el de su mujer, la exmodelo venezolana Gladys Rosario Meza, de 48, asesinada de un disparo, y el del sargento mayor Cédric Tornay, de 23, con un tiro en la boca que parecía tener la impronta de los suicidas.

La noticia causó conmoción, no solo por tratarse de una triple muerte y por el alto cargo de una de las víctimas, sino porque Estermann era considerado un héroe en el Vaticano: fue el hombre que en 1981 protegió con su cuerpo a Juan Pablo II cuando le turco Alí Agca atentó contra su vida.

Las autoridades vaticanas acallaron el caso en apenas 24 horas: por razones imposibles de determinar –tal vez la frustración de no haber sido ascendido, o quizás un arranque de locura homicida– el sargento mayor Tornay se había presentado en la vivienda de Estermann y asesinado a la pareja para después pegarse un tiro en la boca. Esa fue la versión oficial.

Para que no corrieran rumores de algo más indecente que la muerte, apenas tres horas después de conocido el hecho el vocero de la Santa Sede, Joaquín Navarro-Valls, se apresuró a decir que los tres muertos estaban “completamente vestidos”, no se vaya a pensar mal.

Ni sexo, ni triángulo amoroso; simplemente una tragedia provocada por la locura repentina o los deseos de venganza de un hombre, así podía resumirse la versión oficial.

Las cosas no estaban tan claras para el Corriere della Sera, el diario de mayor tirada de Italia, que al día siguiente, en una de sus notas sobre el caso, postuló: “La versión oficial del asesinato simplifica la catástrofe hasta banalizarla”.

Para entonces, el único juez de Ciudad del Vaticano, Gianluigi Marrone, había dictaminado el secreto sobre la investigación, una medida que no se levantaría durante casi 25 años.

Así, la triple muerte de la noche del 4 de mayo de 1998 emprendió el mismo camino que había tomado quince años antes el caso de Emanuela Orlandi, la adolescente de 15 años que desapareció cuando volvía de una clase de música y nunca más se supo de ella.

Si, como sostiene la Iglesia, los designios de Dios son inescrutables, no cabe duda que los secretos del Vaticano también lo son.

La investigación sería secreta, pero los rumores que empezaron a correr se hicieron rápidamente públicos: triángulo amoroso, una fiesta sexual que había terminado mal, celos, venganza, información peligrosa que guardaba Estermann y hasta una vieja historia de espionaje a favor de la ya inexistente Alemania Oriental.

Cuando nada cierra

Los trascendidos desmentían una y otra vez la versión oficial.

Uno de ellos, que citaba una fuente de la investigación, aseguraba que en el momento de las muertes, el comandante Estermann estaba hablando por teléfono con un sacerdote amigo y que este hombre había escuchado cinco disparos sucesivos y un grito de mujer.

En los cuerpos había cuatro balas, a la que se sumaba una más que había quedado en el cargador de la Stig Sauer. Faltaba la del quinto disparo, del cual no se encontró un solo rastro en el departamento.

Nunca se supo la identidad del misterioso sacerdote, tampoco si se lo interrogó.

Otro punto que generó sospechas fue que sobre la mesa del comedor donde estaban los cuerpos había cuatro vasos, cuando los presentes –si se trataba de un doble asesinato seguido de suicidio– debían ser tres. Nunca se pudo establecer a quién pertenecía el cuarto vaso, porque si se hicieron pericias dactiloscópicas con ellos nunca se las dio a conocer.

La posibilidad de la existencia de un cuarto hombre (o mujer) quedó en las tinieblas para siempre.

La declaración de la oficina de prensa del Vaticano sostuvo que el sargento Tornay –que no había sido ascendido como esperaba– estaba furioso con el comandante Estermann, a quien consideraba responsable de su desgracia, y que por eso lo había matado.

Resultaba difícil de creer. Si su objetivo era matar a su jefe y luego suicidarse, para qué había asesinado también a la mujer, ya que no tenía pensado ocultar su responsabilidad en el crimen.

Se dijo que un día antes de la triple muerte, Tornay le había entregado una carta a un amigo para que, a su vez, se la diera a su madre 48 horas después. El texto estaba escrito a máquina, en francés, y su contenido oscurecía más que aclarar las cosas.

Tampoco se supo la identidad del amigo del sargento y la autenticidad de la carta resultó imposible de probar, porque no estaba escrita de puño y letra. Ni siquiera la firma.

Espía de Alemania Oriental

Este panorama confuso se enrareció todavía más seis días después de la muerte del comandante, su mujer y el sargento.

El 10 de mayo, en una entrevista publicada por el diario polaco Star Express, Markus Wolf, el hombre que durante los años de la Guerra Fría fue jefe del servicio de inteligencia de la extinta República Democrática Alemana (Stasi), aseguró que el asesinado Estermann había sido un agente a sus órdenes infiltrado en el Vaticano.

“Estábamos muy orgullosos cuando logramos captar a Estermann como agente, porque tenía acceso ilimitado al Santo Padre… y nosotros con él”, decía el legendario jefe de espías a quien durante años solo se conoció como “el hombre sin rostro”.

También contaba que lo habían captado por “motivos económicos”, porque su sueldo como guardia suizo, de unos 900 dólares mensuales, casi no le alcanzaba para vivir, aunque cuando lo integraron a la custodia personal del Papa comenzó a ganar mucho más… de dos lados.

“Cuando comenzamos a hablar con él, Estermann buscaba un puesto de trabajo en la guardia papal, y cuando el Vaticano lo aceptó su precio aumentó considerablemente para nosotros”, contaba Wolf en la entrevista.

Como si fuera poco, después de conocida la entrevista, un ex jefe de los servicios secretos italianos, el almirante Fulvio Marini, salió a decir que era posible que, antes de la caída del Muro de Berlín, en el Vaticano hubiera infiltrados de Alemania Oriental y otros países comunistas.

“No descarto en absoluto esta hipótesis, incluso porque en aquellos años los servicios secretos de Alemania Democrática, Polonia y Checoslovaquia estaban interesadísimos en lo que sucedía en el Vaticano, pues para ellos el Papa era el hombre que junto a Ronald Reagan buscaba hacer caer el imperio soviético”, explicó.

Y abundó: “Los servicios secretos comunistas tenían sus bases en Italia, pero de nosotros no les interesaba nada. Estaban en Roma porque estaba el Vaticano. Y nosotros sabíamos que el Vaticano, desde hacía tiempo, sospechaba de la existencia de un espía en su seno”.

La respuesta de la Santa Sede fue inmediata. El vocero Navarro-Valls calificó los dichos de Wolf y Marini como “una historia tan fantástica que no vale la pena ni siquiera desmentirla”.

Poco a poco, el escándalo se fue diluyendo y el caso de las muertes del comandante, su mujer y el guardia quedó en el olvido.

Una abogada insistente

En los últimos años, la abogada romana Laura Sgrò se ha convertido en una verdadera pesadilla para muchos altos funcionarios de la Santa Sede.

En poco tiempo logró que el papa Francisco ordenara reabrir la investigación por la desaparición de Emanuela Orlandi, un caso que el Vaticano había dado por definitivamente cerrado, y se convirtió en la letrada defensora de Francesca Chaouqui en el juicio vaticano por el caso conocido como Vatileaks2.

También representa desde 2019 a Muguette Baudat, madre del supuesto asesino y suicida de la noche del 4 de mayo de 1998.

El 13 de diciembre de 2019, Sgrò solicitó el acceso al expediente completo del Tribunal Vaticano, y señaló numerosas “lagunas” en la reconstrucción de los hechos y la posibilidad de presentar “nuevas pruebas”.

La escena del crimen estaba contaminada, se contaron más de veinte personas en el lugar de los hechos sin guardapolvos, guantes ni zapatos. Las autopsias se realizaron con una urgencia injustificada, solo en presencia de los peritos del Vaticano; la pericia sobre la supuesta carta de Cédric que sugiere un gesto imprudente se realizó sobre una fotocopia y no sobre la original; una carta que, además, pasó por un número considerable de manos antes de ser entregada a Muguette Baudat, la madre de Cédric”, señala Sgrò entre las múltiples razones que justifican reabrir la investigación.

También remarcó un hecho muy llamativo: esa triple muerte, junto con la desaparición del Orlandi y el atentado contra Juan Pablo II, es uno de los pocos casos que el Vaticano ha investigado solo, puertas adentro, sin delegarlo a la justicia italiana.

“Esta vez, a pesar de la presencia de tres personas asesinadas y de la evidente inexperiencia de los investigadores vaticanos, se decidió cerrar las puertas y tratar el asunto confidencialmente desde dentro. ¿Por qué? ¿Qué información no debía salir del Estado?”, se interroga.

Las autoridades de la Santa Sede demoraron casi dos años en responderle. Lo hicieron a través del secretario de Estado vaticano, Pietro Parolin, quien pidió a la Corte que prestase “especial atención” a la solicitud de acceso al expediente.

Eso ocurrió el 30 de marzo de 2021 y desde ese día Sgró y la madre de Tournay siguen esperando.

Cuando se cumplen 25 años de las muertes, la abogada no está dispuesta a desistir de su reclamo. “La familia de Cédric Tornay quiere la verdad. Quiere saber qué pasó realmente esa maldita noche”, dice.

En los tiempos vaticanos, un cuarto de siglo equivale apenas a un segundo.