El calvario de la chica que fue engañada por sus amigas y quemada viva al ritmo de una canción de música disco

El calvario de la chica que fue engañada por sus amigas y quemada viva al ritmo de una canción de música disco

Elizabeth Dunbar tenía dos hijas, Michelle y Suzanne (nacida en 1976), quienes nunca supieron quién fue su padre biológico. Fueron criadas por su madre y su nueva pareja, John Capper, quien les dio su apellido (Grosby)

 

-Chucky viene a jugar…

La voz de su amiga Bernardette McNeilly le perfora los oídos. Suzanne Capper tiene 16 años, pero en vez de estar sentada en su banco del colegio, está secuestrada por un grupo de amigos desquiciados.





Por infobae.com

La atan a la armazón de madera de la cama, le llenan la boca con medias para que no pueda gritar y le vendan con fuerza los ojos. No le dan de beber ni de comer y tiene que hacer sus necesidades ahí mismo. El olor se ha vuelto insoportable. Es su propio olor. Cada vez que entran y pronuncian esta frase siniestra de El muñeco maldito, de Childs 3, Suzanne tiembla. Sabe que viene lo peor, un sufrimiento indescriptible. Las drogas que le inyectan en sus venas la mantienen despierta para que sea plenamente consciente de su calvario.

La triste vida de Suzanne

Elizabeth Dunbar tenía dos hijas, Michelle y Suzanne (nacida en 1976), quienes nunca supieron quién fue su padre biológico. Fueron criadas por su madre y su nueva pareja, John Capper, quien les dio su apellido. Elizabeth y John se llevaban muy mal y las chicas crecieron en medio de peleas violentas.

Suzanne tenía 14 años cuando su madre Elizabeth las abandonó con su padrastro. Las chicas quedaron sin sostén de ningún tipo. Nadie se preocupaba por ellas. Vivían un poco ahí y, otro poco, en cualquier lado. Sin control alguno, Suzanne comenzó a faltar al secundario Moston Brook. A nadie le importaba qué pasaba con ellas. Influenciable y vulnerable, Suzanne buscaba en quién confiar y empezó a juntarse con gente peligrosa.

Una de sus amigas era una joven mayor que ella, Jean Powell (25, separada y con tres hijos), quien la había cuidado como babysitter cuando ella tenía 10 y 11 años. Suzanne la idolatraba y comenzó a pasar mucho tiempo en su casa, ubicada en el número 97 de la calle Langworthy, una pequeña construcción de ladrillo a la vista, en las afueras de Manchester, en el Reino Unido. Ella veía a Jean Powell como la figura materna que tanto le faltaba. Pero de maternal Powell no tenía nada. Era violenta, manipuladora y dueña de un carácter volátil. Su vivienda estaba en ruinas y bajo ese techo convivían personajes de baja calaña. Powell vendía, tomaba drogas y estaba involucrada en la compra-venta de autopartes robadas.

Así eran las cosas cuando Suzanne y su hermana Michelle empezaron a quedarse a dormir en esta propiedad donde el delito era moneda corriente.

Por exigencia de Powell, Suzanne con 16 años terminó por dejar el colegio para trabajar limpiando edificios. Todo el dinero que ganaba, Powell se lo quitaba. También cuidaba a sus hijos, pero por esto no recibía ni un centavo.

En agosto de 1992, Michelle Capper estaba asustada porque los amigos de Jean Powell le parecían diabólicos. Sobre todo, una tal Bernadette McNeilly (23), quien era vecina y vivía dos puertas más allá, en el número 91. Por algún motivo no explícito McNeilly, quien también era separada y tenía tres hijos, decidió mudarse a la caótica vivienda de Powell.

El lugar se había convertido en una guarida temible donde circulaban malandras y marginales de todo tipo. Si bien la dueña de casa era iracunda, peor resultó McNeilly. En una pelea con sus vecinos por el alboroto que provocaban, ella los amenazó con prender fuego la casa. No lo hizo, pero sí encendió la ropa que colgaba del tender en la parte trasera.

Michelle, preocupada y harta de todo, decidió irse de la casa. Suzanne, desesperada por afecto y por tener una familia, eligió quedarse.

Powell y McNeilly decidieron compartir una cama en una habitación de la planta baja porque el piso superior rebalsaba de niños, mugre y pañales. Cansadas de tantos chicos, solo querían más drogas, más fiestas, más sexo y más alcohol. En la cocina de la casa pesaban anfetaminas y vendían motores robados.

Las tres, Powell, McNeilly y Suzanne, se acostaban con un joven de 16 años llamado Anthony Dudson quien oficialmente era el novio de McNeilly. El ex marido de Powell, Glyn Powell (29), también se quedaba a dormir con frecuencia en ese antro.

Powell y McNeilly no tardaron en tomar de punto a Suzanne. La usaban de sirvienta, la maltrataban y le hacían bullying. Suzanne era capaz de hacer cualquier cosa por ellas. Satisfacía sus caprichos alocados y no les temía. Creía que eran algo así como “su familia”.

Sin embargo, un día de esos, una golpeada Suzanne buscó a su madre y le pidió quedarse a dormir con ella. Elizabeth convivía con su novio quien no quiso que la adolescente se quedara. Era imposible que la madre no notara la cantidad de lastimaduras y moretones que Suzanne tenía en el cuerpo, sin embargo, le dijo que no podía quedarse. Tampoco preguntó por lo evidente. Se la sacó de encima con la excusa de que, en unas semanas, antes de Navidad, podría prepararle un cuarto.

Ese rechazo empujó a Suzanne, nuevamente, a las garras de Powell.

La casa del infierno

En una de las tantas fiestas desenfrenadas que tenían lugar en la casa del infierno, en noviembre de 1992, Powell y Suzanne conocieron a un amigo de un amigo llamado Mohammed Yussif. Suzanne le sugirió a Powell que se acostara con él. Powell se ofuscó porque ella le estaba diciendo que tuviera “sexo con un árabe” y la castigó. La dejó atada durante cuatro días.

El 7 de diciembre de 1992 Suzanne estaba quedándose en la casa de su padrastro John Capper cuando Powell y McNeilly fueron a buscarla. Le dijeron que el chico que le gustaba iría a visitarlas. La excusa era una cruel trampa para que volviera con ellas. Querían castigarla. Fue con ellas a la casa del número 97 donde sus habitantes estaban furiosos porque habían contraído ladillas. McNeilly había apuntado a Suzanne, ella era la culpable era Suzanne.

Una vez que la adolescente entró engañada, comenzó el ataque. Dudson y Glyn Powell la sujetaron y la obligaron a afeitarse el cuerpo por entero hasta la cabeza, incluidas las cejas. Después la hicieron limpiar el piso.

Una vez que terminó empezaron los golpes. La patearon, la ahorcaron con cinturones, le pegaron con utensilios de madera y le pusieron una bolsa de plástico en la cabeza para asfixiarla. Suzanne terminó desmayándose. Fue, entonces, que la drogaron.

Luego, la introdujeron dentro de un armario debajo de las escaleras. A la mañana siguiente, Powell y McNeilly, se despertaron con sus gritos. Se fastidiaron mucho: sus hijos la escuchaban. Se dieron cuenta de que debían mudarla de lugar. Decidieron llevarla a la casa del número 91, aquella en la que antes había vivido McNeilly. Eran unos pocos metros y sobre la misma calle. En ese lugar podrían desquitarse a gusto sin que Suzanne fuera oída.

Las cosas empeoraron para la adolescente. La sujetaron a la estructura de madera de la cama con cuerdas y cables eléctricos. No le daban ni de comer ni de beber. La golpeaban y apagaban cigarrillos en su cara. Cuando el dolor la hacía perder la conciencia, le inyectaban anfetaminas para que despertara y poder volver a golpearla.

McNeilly, quien también se inyectaba anfetaminas, en sus delirios comenzó a llamarse a sí misma Chucky, como el malvado personaje de la película Child ‘s Play. Antes de comenzar cada sesión de tortura, ella le decía a Suzanne: “Chucky, viene a jugar”.

Para que no pudiera gritar, le llenaron la boca con medias. Glyn Powell y Anthony Dudson eran parte de esa maquinaria perversa. La tortura incluía, además, ponerle auriculares a todo volumen para que escuchara la misma canción perturbadora, una y otra vez, con la frase: “Hola, soy Chucky ¿quieres jugar?”.

El hermano menor de Jean Powell, Clifford Pook (17) y Jeffrey Leigh (amante y cliente de anfetaminas de Powell), eran otros visitantes asiduos que participaron de todo esto.

En este escenario promiscuo, regado por drogas y violencia, el sometimiento y las torturas a Suzanne no pudieron pasar desapercibidas por nadie. Todos consintieron y fueron parte del terror.

Morir no es tan fácil

Volvamos al calvario que vive Suzanne.

Durante estos días tanto Pook como Leigh la ven amordazada y haciendo sus necesidades en esa cama donde está retenida. Pook está enceguecido por la ira debido al tema de las ladillas y va más allá. Toma una especie de tenaza. En la puerta de la habitación Dudson, Powell y McNeilly observan divertidos. Pook quita la mordaza de Suzanne y le exige que abra la boca: “Ahora mismo te voy a arrancar los dientes”, le anticipa. Acto seguido empieza a golpearle la dentadura con la herramienta. Con fuerza toma un diente con la pinza y tira, pero no consigue arrancarlo. Sigue golpeando. Los dientes se rompen y astillan, pero no salen. Vuelve a agarrarlos con esa especie de tenaza y se ayuda con su otra mano empujando hacia atrás la cabeza de Suzanne. Logra arrancar un incisivo. Luego, va por el segundo y también lo extrae. Otro más queda roto, con el nervio a la vista. El dolor descompone a Suzanne. Todos se desternillan de risa. Nada los conmueve. Van tres días de torturas.

Esos dientes serán hallados por la policía en casa de Pook y Dudson explicará que el joven se los había llevado “como una especie de macabro trofeo”.

El olor a heces y pis es tan fuerte que Powell y McNeilly deciden hacer algo en el cuarto día. La meten en una bañadera llena de desinfectante concentrado y rasquetean su cuerpo con un duro cepillo de cerda hasta arrancarle la piel.

El entretenimiento de todos encuentra un límite cuando, al séptimo día, se enteran de que la familia de la víctima va a denunciar su desaparición. Hace una semana que no saben nada de ella.

La tribu infernal resuelve que es más seguro deshacerse de ella. Ha llegado la hora. La quemarán viva.

Es la madrugada del 14 de diciembre de 1992 cuando la introducen desnuda en el baúl de un Fiat Panda blanco robado y la trasladan unos 25 kilómetros. La llevan a un área boscosa, en Werneth Low, cerca de Romiley, en las afueras de Stockport, Manchester. En ese auto están: Glyn Powell al volante, en el asiento del acompañante va McNeilly y Jean Powell y Dudson van atrás. Durante todo el trayecto que dura una media hora, McNeilly no puede parar de reír.

Una vez en el lugar, se aseguran que nadie los vea y la bajan a empujones. Suzanne está desorientada, sin energías y desnutrida. Cae al piso. McNeilly la rocía con cinco litros de combustible. Glyn Powell y Dudson intentan encender el fuego sobre su cuerpo, pero no lo consiguen enseguida. Después de varios intentos, lo logran y las llamas envuelven rápidamente a Suzanne.

Todos cantan felices: “Burn baby burn! Burn baby burn!” de la canción Disco Inferno, The Trammps, y regresan al auto. Creen que ya estará muerta.

Los graduados de asesinos, vuelven a casa a las carcajadas. Paran a comprar un pack de latas de bebidas. Leigh y Pook están esperándolos para continuar la fiesta.

Una antorcha que respira

Ellos no lo saben, pero Suzanne todavía respira. Gatea con su cuerpo maltrecho y logra apagar el fuego. Se arrastra por la banquina y consigue moverse unos 400 metros hasta la calle Compstall. Tiene la piel chamuscada y siente el olor de su propia carne.

A las 6 y 10 de la mañana Barry Sutcliffe y dos colegas que se dirigen a trabajar la ven en el camino. Es lo que queda de una silueta humana desnuda. Inmediatamente la llevan a una casa cercana. Los dueños son Michael y Margaret Coop quienes se encargan de llamar a la ambulancia. Mientras esperan le sirven agua. Seis vasos que ella bebe desesperada. Pero se los tienen que dar ellos porque Suzanne no puede sostener un vaso: sus manos no son sus manos, ya son muñones. Llega la ambulancia y la trasladan al Hospital Withington.

Michael dirá luego en su declaración: “Sus dos manos parecían cenizas, sus piernas eran carne cruda y sus pies estaban totalmente chamuscados. Quedé sorprendido por lo educada que era la víctima porque me agradecía permanentemente por asistirla”. Margaret Coop agregó que, cuando por instinto quiso abrazarla, la víctima la rechazó: “Me empujó porque el dolor era tremendo y no podía soportar que la tocaran. Tenía la cabeza rapada y cortes en el cuero cabelludo. Su cara casi no tenía casi rasgos. Sus manos estaban al rojo vivo y sus piernas rostizadas de arriba abajo (…) No soportaba que nada la rozara”.

Antes de morir

En el hospital Withington constatan que la víctima tiene el 80 por ciento del cuerpo quemado. No pueden tocarla sin que grite de dolor, está gravísima, pero sigue viva y puede hablar. Le relata a las autoridades que ha estado cautiva durante unos siete u ocho días en una casa en Moston, Manchester, donde ha sido golpeada y torturada, por dos mujeres y cuatro hombres de entre 16 y 29 años, a quienes conoce perfectamente. Cuenta que ellos mismos fueron los que la prendieron fuego en un bosque. Da los nombres de sus seis atacantes y la dirección de dónde ha estado secuestrada.

La pregunta que todos se hacen es por qué. Ella dice que ha sido una venganza por una infección púbica con ladillas y por haber perdido un saco rosa. Trivialidades. Los policías y los médicos no pueden creer la maldad que han ejercido sobre esta adolescente.

Poco después, Suzanne entra en coma. La extensión de sus quemaduras es tal que ni su madre ni su padrastro pueden reconocerla en ese cuerpo incinerado depositado en una cama de terapia intensiva. Es identificada por una huella parcial que extraen de un dedo suyo, el único que se ha salvado del fuego.

Cuatro días después, el 18 de diciembre de 1992, su corazón sucumbe sin que ella recobre la conciencia. Suzanne Jane Capper ha dejado de sufrir.

Oportunidades perdidas

Lo cierto es que al rearmar el caso policial, los detectives se dan cuenta de que existieron varias oportunidades en las que Suzanne pudo ser salvada del horror.

David Hill fue una de ellas. Al joven de 18 años los captores le pidieron que se sentara a mirar que no escapara. Había estado a solas con Suzanne y podría haberla liberado. No lo hizo a pesar de los ruegos de la víctima. En el juicio reveló qué había conversado con Suzanne: “Me preguntó si podía ayudarla, pero le respondí que no. Le pregunté quién era y me dijo que su nombre era Suzanne. Me pidió si podía desatarla y le respondí que no podía hacer nada.” Hill dijo que temía demasiado a Leigh como para intervenir: “Pensaba que me golpearían si decía algo. No sabía qué hacer. Estaba demasiado shockeado para hacer algo”.

Leigh y Dudson, en cambio, no sentían empatía por esa joven a la que mantenían sufriendo. Porque en esos mismos días ayudaron al novio de la hermana de Suzanne, Barlow, a reparar su auto. Sabían dónde estaba Suzanne y qué le habían hecho, pero no dijeron nada. Barlow declaró furioso: “Podrían haberme dicho… Habríamos pateado la puerta y habríamos rescatado a Suzanne. ¡Nunca pensé que fueran capaces de ese salvajismo!”.

Michelle siempre lamentó que su madre no hubiese recibido a Suzanne cuando la joven se lo pidió. Si lo hubiese hecho, nada de esto hubiera pasado jamás.

Juicio al espanto

El mismo día del hallazgo, a las 7.30 de la mañana, minutos después de que Suzanne hablara, la policía llega al número 97 de la calle Langworthy. Tienen instrucciones precisas para detener a todos los que estén en el lugar. Encuentran a Powell y a McNeilly riéndose. Hacen chistes al ser detenidas.

Los seis niegan estar involucrados en lo ocurrido, pero la presión policial crece y el padre de Dudson le aconseja a su hijo hablar. Lo hace.

El 23 de diciembre los seis son acusados de secuestro, torturas y asesinato. Un año después, en noviembre de 1993, luego de 22 días de juicio, todos son hallados culpables con diferentes matices. Jean Powell, Glyn Powell y Bernadette McNeilly, son condenados a perpetua con un mínimo de prisión efectiva de 25 años; Anthony Dudson, por su corta edad, es sentenciado a 18 años de prisión; Clifford Pook, a 15 años y Jeffrey Leigh, a 12 años.

Todos apelaron sus respectivas condenas y fueron consiguiendo reducciones en sus penas. Uno a uno, fueron saliendo de la cárcel.

El 11 de mayo de este año liberaron al último convicto que quedaba en prisión por el homicidio de Suzanne: Glyn Powell.

Una sociedad en alerta

En abril de 1994, la profesora Elizabeth Newson publicó un video, que se conoció como el “Reporte Newson”, sobre Violencia y Protección de los Niños. Esto atrajo un poco el interés de los medios y se intentó vincular la violencia de las pantallas con la vida real. Chucky, el siniestro muñeco de la pantalla ¿podría ser un disparador de la violencia?, ¿o era la sociedad la que producía este cine?, ¿podría algo creado para el entretenimiento producir estos terribles hechos?

Newson fue llamada a declarar para el comité de Video Violencia donde expresó: “El caso de Suzanne Capper es otro ejemplo explícito de imitación (…)”. Señaló que el video en cuestión era Child ‘s Play 3.

Pero todo quedó allí y la hipótesis no pudo ser demostrada.

El juicio por el sádico asesinato de Suzanne Capper no tuvo la repercusión que debió haber tenido. En esos días, casualmente, se estaba llevando a cabo otro juicio pavoroso ocurrido en Liverpool, también en el Reino Unido. Era el caso de Jon Venables (10) y Robert Thompson (10) quienes habían secuestrado, torturado, violado y asesinado a James Bulger (2). Esto había ocurrido dos meses después de que Suzanne muriera carbonizada en Manchester. El detalle curioso es que los menores también se habían inspirado en las maldades de Chucky para matar a James. Y esta historia donde los asesinos eran solo niños, terminó empañando por completo el homicidio de Suzanne.

Incluso en la famosa prensa amarilla del Reino Unido, no hubo lugar para tanto espanto.