El 26 de julio, hace 70 años Fidel Castro encabezó un asalto suicida a un cuartel militar en Santiago de Cuba (Moncada) para derrocar al dictador, Fulgencio Batista. Sobrevivió. En el juicio montado en su contra, argumentó haber insurgido contra un régimen terminal, por inmoral y decrépito: “la Historia me absolverá”. Tal manifestación de fe en el devenir societario se convirtió pronto en proclama de lucha contra la opresión por parte de las distintas fuerzas enfrentadas a la dictadura. Sabemos el desarrollo posterior de los acontecimientos. Basta señalar que la épica guerrillera como eje de la Revolución, luego de eclipsar los aportes al derrocamiento del dictador por parte de la resistencia en las ciudades, adquirió visos de leyenda, contribuyendo a asentar la ascendencia de Fidel ante los cubanos. Ayudó, claro está, una fuerza militar –ahora revolucionaria—que llenaba el vacío del desmoronado ejército batistiano.
Esta absolución por las fuerzas inexorables de la Historia tiene como importante antecedente el alegato que, en su defensa, hizo Adolf Hitler, al ser enjuiciado por el llamado “putsch de la cervecería” de 1923, en Múnich. “Porque no son ustedes, caballeros, los que nos juzgan. Ese enjuiciamiento lo dictamina la eterna corte de la Historia. (…) Podrán pronunciarnos culpables mil y una veces, pero la diosa de la eterna corte de la Historia sonreirá y hará trizas el alegato del fiscal y la sentencia de esta corte. Ella nos absolverá”[1]. Norberto Fuentes, en, La autobiografía de Fidel Castro (Tomo I), señala que, entre los libros que leía Fidel previo al célebre juicio, preso en la Isla de Pinos, estaba el Mein kampf de Hitler, contentivo de la aludida aseveración.
Ambos tiranos se presentan como meras herramientas de designios superiores, trascendentes, que, con o sin su participación, habrían de imponerse irremediablemente. Proyectarse como agente de fuerzas extraordinarias, cuasi telúricas, que se sobreponen a nuestras voluntades particulares, tiene deplorables implicaciones para la construcción de referentes morales. Por un lado, confiere una supremacía moral inobjetable a quien pregona los fines que, irremisiblemente, habrán de cumplirse. Contribuir con ellos define el criterio de lo que es correcto; oponerse, de lo incorrecto. Isaac Berlin nos recuerda que, en el caso del comunismo, supone un concepto de verdad que no depende de su correspondencia con los hechos, con la realidad empírica. Es verdad –según esta visión– lo que es funcional para con el triunfo de la Revolución, acontecimiento inexorable que marcará la culminación triunfante de la Historia. Así, no hay forma de combatir las falsedades del discurso revolucionario, ya que sus referentes no son los mismos de los que argumentan en su contra. Quien critica sus postulados es, simplemente, enemigo de la verdad y de la humanidad, condenado al basurero de la Historia.
A su vez, al proyectarse estar por encima de las nociones “engañosas” del bien y del mal con que estos “enemigos” arremeten contra la “liberación de los Pueblos”, los “revolucionarios” son tremendamente inmorales. Todo se vale, siempre y cuando contribuya con el avance y consolidación del proceso eminente de hacer realidad el reino de paz y de dicha que pondrá fin (en una eventualidad pospuesta eternamente) a las miserias humanas. No importa que este esfuerzo se haya acompañado de centenares –miles– de muertes por desnutrición, represión o por haber desaparecido medicamentos y destruido una adecuada asistencia de salud. En alegoría a los mitos de redención de nuestro legado judeocristiano, tales sacrificios por el triunfo de un bien superior son bienvenidos. En tan pavorosa oclusión ética y moral, a los dirigentes les resbala asumir decisiones crueles que destruyan los medios de vida –y la vida misma– de la población. Así lo atestiguan las experiencias de Cuba y Venezuela. Palidecen, en comparación, los tan denostados llamados a “apretarse el cinturón” de los ajustes neoliberales como fundamento necesario (también eventual) de la prosperidad y la justicia que otorgan las fuerzas del mercado.
Blindados por la Historia, los personeros más despreciables, carentes totalmente de escrúpulos, pontifican sobre las “virtudes” de la “revolución” mientras descalifican con descaro a luchadores democráticos. Diosdado Cabello justifica las agresiones de sus bandas fascistas contra Henrique Capriles y contra María Corina Machado, en gira cada uno ante la convocatoria a las elecciones primarias de la oposición, inventando que provienen de un “Pueblo” que reacciona contra las sanciones impuestas por EE.UU. Jorge Rodríguez despotrica de la Unión Europea luego de que la Eurocámara condenara la inhabilitación política dictada (por la contraloría de Maduro) a María Corina. Vladimir Padrino, soporte del oprobio y destructor de la FAN, denuncia la “guerra económica y mediática” y los “llamados a la violencia” que, supuestamente, promueven factores de oposición, para justificar su complicidad con la tiranía. Insólitamente, se sigue exigiendo la liberación de Alex Saab como si fuese un mártir de la “revolución” y no un delincuente preso por traficar, entre otras cosas, con el hambre de los venezolanos. Con el veneno que destilan en estas imprecaciones contra las fuerzas democráticas, amparadas en esa supuesta “supremacía moral” que creen poseer, podría suplirse una fábrica entera de suero antiofídico y contra todo tipo de alimañas tóxicas.
Con semejantes barbaridades buscan todavía cautivar apoyo y mantener la concertación con militares, jueces y funcionarios corruptos para continuar con el saqueo a la nación. Pero su apoyo, según la última encuesta Delphos, de junio, es de sólo un 9,4%: “resteado con Maduro.” ¿Cómo llegar a acuerdos que abran posibilidades de cambio democrático con quienes insisten en refugiarse impunemente en una burbuja de falsedades? En vez de reconocer su fracaso, como haría cualquier político racional, insultan airadamente a quienes se lo señalan.
Pero están, cada vez más, venidos a menos. Conscientes de ello y desesperados por las perspectivas de una derrota segura de realizarse unas elecciones confiables, intentarán todo lo que puedan para amañarlas con inhabilitaciones, saboteando las primarias y con otras marramuncias. Su arsenal de atropellos no tiene límite alguno en el respeto a las normas de convivencia que deberían prevalecer en democracia. Persisten en su engaño de contar con la absolución (impunidad) de la Historia. Y ahí está su gran problema. Necesitados de un mayor reconocimiento internacional para poder sobrevivir en el foso en que han hundido al país, deben dar muestras de una disposición a llegar a acuerdos con las fuerzas democráticas para realizar elecciones en condiciones sanas y creíbles, es decir, respetando verdaderamente la voluntad popular. De nada sirve intentar convencer a la Unión Europea y a EE.UU. y, mucho menos a esas grandes mayorías de venezolanos desesperadas porque se les ofrezca una salida, invocando los fines supremos (existentes solo en mentes delirantes) de la Historia.
El fascismo no está, claramente, en sus mejores momentos. Es menester, por tanto, poner a un lado discrepancias y suspicacias entre fuerzas opositoras y consolidar una plataforma programática consensuada con las luchas de la población por sus derechos, a la vez que se aumenten las exigencias de que sea respetado el ordenamiento constitucional y puedan realizarse elecciones libres, sin trampas. Han de saber que la historia, la verdadera, sin mayúscula, no los absolverá. Habrá que facilitarles una salida, también, para los que ya están conscientes de ello.
[1] Ver, Schirer, William L. (1966), The Rise and Fall of the Third Reich, Vol. I., Pág. 78. (traducción e itálicas mías, HGL)
Humberto García Larralde, economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela, humgarl@gmail.com