Un panorama sombrío se perfila en las democracias de América Latina. Están amenazadas por la tentación totalitaria o autocrática o por la vocación hegemónica, por la seducción de los autoritarismos, por la pérdida de confianza en sus instituciones y principios básicos, por la falta de credibilidad en los partidos políticos como correas de transmisión entre los ciudadanos y el Estado, por la rotura del tejido social, por la corrupción generalizada y la anomia moral. Las características frágiles del sistema político democrático, el que ha tomado más siglos en construir hasta consolidarse no solo como una forma de práctica política representativa y liberal sino en su significado contemporáneo, como una democracia participativa y ciudadana, el más deseable de los regímenes de gobierno por ser el único que asegura en las sociedades una convivencia pacífica y civilizada, que no se impone por la fuerza sino por el acuerdo entre ciudadanos y cuya fuente de legitimidad está en la aprobación de estos, que implica la temporalidad de los cargos y la alternabilidad a fin de no perpetuarse el poder uno o unos pocos, se halla hoy en jaque.
A pesar de ser la forma de organizar el poder basada en el respeto al estado de derecho o imperio de la ley, en los derechos civiles y políticos de todos, en la libertad de los individuos, en la igualdad ante la justicia, en la equidad a fin de garantizar iguales oportunidades, en el debate público, en el consenso, en la aceptación de las diferencias, el pluralismo, la tolerancia y la diversidad sin segregación ni discriminaciones, se ve hoy asediada por tres factores: 1) el uso de la violencia para resolver los conflictos. 2) La apatía frente a la violación de derechos. 3) la penetración de estructuras criminales organizadas de carácter transnacional en varios países cuyas élites políticas se han convertido en mafias asociadas con el narcotráfico y estupefacientes.
Cuando la política se vuelve parte del crimen organizado, que es lo que ha pasado en Venezuela, y la geopolítica del narcotráfico se extiende en territorios importantes de América Latina en México, Colombia, Ecuador y Perú y, en menor grado, en Argentina y Paraguay, presenciamos lo que Héctor Schamis llama un ejército de ocupación que ha infiltrado el Estado y las fuerzas de seguridad. Penetradas por la corrupción, estas no tienen más capacidad de repeler el crimen ni tampoco mantienen el monopolio de las armas. Como señaló Joseph Humire el 10 de agosto de 2023 en el programa “La Tarde” conducido por Idania Chirinos en NTN24, la corrupción dentro de las fuerzas de seguridad abre el camino para el control criminal sobre el Estado.
No ha habido voluntad política del gobierno ecuatoriano contra el lavado de dinero dominado por mafias internacionales presentes en América Latina que extienden sus tentáculos hacia Europa con las rutas del narcotráfico. No ha habido voluntad política para depurar la fuerza pública. Tampoco hay una política de Estado para la seguridad de cuyo presupuesto anual se ha ejecutado menos del 1%, ni entrenamiento suficiente ni equipos necesarios para la policía, cuyas precarias condiciones impiden protección efectiva a los ciudadanos. El 26 de mayo de 2023, desde Guayaquil, el candidato presidencial Fernando Villavicencio denunció en CNN en español que el Ecuador estaba tomado por los Carteles de droga “Jalisco Nueva Generación”, “Sinaloa” y la “mafia albanesa”. Acaba de ser asesinado el 9 de agosto, a diez días de las elecciones presidenciales anticipadas. Muchas fallas de seguridad, negligencia o improvisación de quienes constituían su círculo de seguridad hicieron de las amenazas contra Villavicencio un magnicidio consumado.
En Colombia, tres fuentes de inteligencia desenmascararon un presunto atentado del grupo terrorista ELN que iba a ser perpetrado contra el fiscal general de la república, Francisco Barbosa, así como ha recibido amenazas contra su vida la senadora María Fernanda Cabal y, en Venezuela, igualmente, la precandidata presidencial María Corina Machado. La violencia se vuelve así una expresión trágica de la grave inseguridad por el abandono de las funciones del Estado. Sin seguridad no hay libertad, no hay democracia, no hay desarrollo económico, no hay prosperidad ni posibilidades de un entorno propicio para el crecimiento personal y profesional, y la institucionalidad pública se derrumba.
La falta de consecuencias claras para los actos violentos, la ausencia de presión social y de sanciones drásticas en el marco de la ley, terminan por trivializar la violencia, dividir a la sociedad y provocar serias implicaciones políticas y económicas. Es preciso contrarrestar la normalización de la violencia a través de la educación, la promoción de valores de respeto y empatía y la creación de condiciones que impulsen una mentalidad a favor de la resolución pacífica de conflictos. La violencia no es motor de cambio social. Al contrario, destruye la posibilidad de desarrollo, de inversiones tanto en capital humano como en producción económica, e impone una lógica destructora para la seguridad, la estabilidad, la salud mental y el bienestar social de las personas. Una sociedad enferma es la condición para un Estado forajido y ausente o es presa fácil de las autocracias.