“Señores, la fiesta recién está empezando”. Lo dijo en inglés porque traducido al sueco no sonaba igual; y, también, porque así había escuchado la frase en una película norteamericana y desde ese día estaba esperando la ocasión ideal para repetirla.
Por infobae.com
Jan Olsson dominaba la escena. Los cajeros y los clientes del banco estaban tirados en el suelo, boca abajo y aterrados. Él estaba exultante.
Lo que todavía no sabía era cuánto se iba a complicar, que nada saldría según lo planeado, que estaría varios días encerrado en ese banco que iba a tener que pedir ayuda, que ese delincuente que haría traer de una cárcel sueca le quitaría lo único que iba a poder sacar de ese gran robo: la fama.
Aunque su nombre, Jan Olsson, se perdió en el tiempo, se confundió con el de otros cientos de delincuentes, el robo que encabezó hace ya cincuenta años, dio origen a una expresión que se metió de lleno en el inconsciente colectivo y que suele utilizarse para decenas de situaciones, muy en especial en estos tiempos de posiciones políticas tan radicalizadas y maniqueas: el Síndrome de Estocolmo.
Existen robos de bancos famosos por el ingenio con el que fueron concebidos; otros, por el monto del botín; algunos, por la manera espectacular (o dramática) en que se resolvieron. Este no se destacó en demasía en ninguno de estos aspectos. No hubo gran escape ni fabuloso botín, ni siquiera una compleja planificación.
Este debe su fama a su largo duración, a los seis días que se extendió y a cómo se desarrollaron las relaciones entre los captores y los rehenes mientras el edificio era rodeado por centenares de miembros de las fuerzas de seguridad sueca.
Empieza el robo al banco sueco
Transcurría la mañana del 23 de agosto de 1973; hasta ese momento era un día tranquilo en Estocolmo. En la esquina de Norrmalmstorg, la plaza más transitada de la ciudad, se encuentra un antiguo y sólido edificio en el que funciona un banco, el Kreditbanken. Allí, las actividades son las de siempre: algunas decenas de clientes, varios cajeros, empleados en sus escritorios atendiendo gente o tipeando con algo de pereza sus máquinas de escribir, y un policía de guardia, aburrido, pensando en cualquier cosa.
Esa paz, esa monótona rutina, la quebró un grito. Grave, gutural, atemorizante. Todo se paraliza. Después, el silencio. Otro grito sirve para que todos giren las cabezas hacia el emisor. A partir de ese momento, el centro de la casa bancaria estaba en ese señor que, a esa altura, ya había sacado un arma de entre sus ropas.
Cuando Jan Olsson supo que había captado la atención de los presentes, hizo que su ametralladora lanzara una ráfaga de disparos contra el techo. Una lluvia de cristales y pedazos del cielorraso cayeron sobre las personas que ni siquiera tuvieron que esperar que se les ordenara que se arrojaran al piso. Decenas de personas tiradas sobre el mármol frío con las manos cubriendo sus cabezas.
El policía de guardia lanzó su arma lejos de su posición para que no quedaran dudas de que se entregaba.
Lo hizo para disuadirlos de la que la cosa venía en serio. Y, otra vez, porque lo había visto en aquella película.
Para no ser identificado, Olsson se había teñido el bigote y las cejas. Del rubio rojizo había pasado al negro azabache. Llevaba unos lentes negros y guantes. Hablaba en inglés, remedando un acento americano, para despistar a los investigadores.
Poco después de esa ráfaga que disparó, uno de los cajeros, mientras se tiraba al piso para protegerse, accionó una alarma silenciosa que dio aviso a la policía. El banco fue rodeado en muy pocos minutos. Un escape parecía imposible.
El robo, más allá del golpe de efecto, parecía fruto de un impulso, de la improvisación más que de un urdido plan. Su único reaseguro parecía estar en el bolso: un par de armas, otro juego de guantes, sogas y algunas herramientas; no mucho más.
En medio de la confusión inicial, y mientras Olsson ordenaba a uno de los empleados del banco que maniatara a tres compañeras, un policía que pasaba por la misma cuadra ingresó al escuchar los disparos. Era el único que estaba de pie a una decena de metros de distancia del ladrón. Su mano derecha pendía en el aire, como amenazando para desenfundar su arma. Olsson le apuntaba al pecho con su ametralladora. El policía se identificó. Olsson le pidió que fuera a buscar a un superior, que deseaba imponer condiciones.
Tensión dentro del banco
El otro fue a cumplir con lo ordenado, pero volvió solo. Dijo que debía rendirse o al menos liberar rehenes. Olsson dejó ir a la mayoría de las personas retenidas. Fueron saliendo en grupos de tres junto con el policía.
Olsson decidió musicalizar el evento. Sacó de su bolsa una radio a transistores, la puso encima de uno de los mostradores, y eligió una emisora que solo pasaba rock.
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