¿Por qué nos fascinan los extraterrestres?

¿Por qué nos fascinan los extraterrestres?

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¿Qué tienen esos descomunales ojos negros que nos encandilan? Sus pieles pálidas y verdosas se han hecho un hueco en nuestra imaginación y no podemos sacarnos de la mente sus cuerpos, desnudos, bajitos y huesudos… Pero por suerte no es amor, es obsesión, una extraña fijación con los extraterrestres que arrastramos desde hace décadas. Escuchamos con atención las historias de personas supuestamente abducidas y fantaseamos con un encuentro entre civilizaciones. Son protagonistas (o antagonistas) de películas, novelas, videojuegos e incluso algunos géneros innombrables. ¿Cómo han llegado a parasitar la conciencia colectiva de nuestra sociedad? ¿En qué momento decidieron quedarse a vivir en nuestro haber cultural? El fenómeno OVNI necesita respuestas, y algunas son antropológicas.

Por larazon.es

Podríamos habernos centrado en otros muchos monstruos de ficción, algunos medievales como los unicornios y los dragones, que por antigüedad deberían tener preeminencia en nuestro cerebro. O, tal vez, algún extraño críptozoo, como el yeti o el insigne chupacabras. Sin embargo, nos hemos quedado con los alienígenas y hemos construido todo un entramado de historias y razas extraterrestres de lo más complejo. Pleyedianos, grises, anunakis… Cada uno cuenta con sus historias, los hay buenos y los hay villanos, y el repertorio no deja de crecer. Quien quiere creer ve pruebas allá donde mira: en los dígitos de pi, en las paredes de una arcana pirámide maya o en los trasquilones de un campo de maíz de Arkansas. ¿Son tantas las evidencias? ¿O es que quien tiene un martillo solo ve clavos?

Alguien en la inmensidad

Los motivos son muchos, como ocurre con casi cualquier fenómeno social. Uno de los principales es que, en el fondo, nos sentimos solos. No hablamos de esa soledad que se apodera de nosotros al volver a casa tras hacer horas extras y que nos empuja a encender Netflix y engullir las sobras del chino del último sábado. Hablamos de la búsqueda de un igual en el universo. Alguien ahí afuera, en la inmensidad, que nos ayude a entender qué somos. Una civilización que, por comparación, nos ponga en contexto y nos muestre nuestras bondades y nuestros pecados. ¿Qué podemos esperar de una especie tan inteligente como somos nosotros? ¿Son las guerras una consecuencia inevitable de nuestro desarrollo cognitivo? ¿Somos responsables del animal que somos? ¿Hay ONGs en otros sistemas solares? ¿Cuántos alienígenas han sufrido un fraude como el de las preferentes?

Buscamos un espejo en el oscuro cosmos y tal vez lo encontremos, pero no podemos dejar que nuble nuestro juicio. Y es tentador abandonarse a estas ensoñaciones, porque viven de la incertidumbre más absoluta y eso libera nuestra imaginación. ¿Qué podemos esperar de una vida totalmente diferente a la nuestra? Solo conocemos una familia de seres vivos, la nuestra, ésta que vive en el planeta Tierra y en la que, aunque lejanos, todos somos parientes. Tataranietos de los tataranietos de los tataranietos de algún ser unicelular que vivió hace miles de millones de años. No tenemos otros ejemplos con los que guiarnos. Es como si tratáramos de imaginar un pato cuando en nuestra vida solo hemos visto caballos. No hay en nuestra memoria las piezas suficientes para reconstruir alienígenas, y eso nos deja desbarrar tanto como queramos, imaginando hombrecillos verdes, pero también seres de pura energía o conciencias planetarias. Los alienígenas son la arcilla en la que modelamos nuestros sueños y nuestras pesadillas, la excusa perfecta para ponernos introspectivos.

Infinidad de mundos

Otro motivo es la escala. Se hace muy difícil creer en minotauros y mantícoras cuando conocemos cada metro cuadrado del Peloponeso y las islas helenas. “Si solo estamos nosotros en el universo, cuanto espacio desaprovechado” decían en Contact, la icónica película basada en el libro de Carl Sagan. ¿Somos acaso tan especiales como para pensar que estamos solos en el cosmos? Estamos hechos con los ladrillos más frecuentes del universo: carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno… Hay casi una infinidad de planetas y algunos pueden dar cobijo a la vida. De hecho, los últimos estudios apuntan a que los planetas habitables son más de los que pensamos. Otra cosa es que, en la inmensidad del espacio y del tiempo coincidamos con otra de esas civilizaciones, pero no olvidemos que a nuestro cerebro le gusta creerse el protagonista.

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