Muy temprano por la mañana, el martes 5 de mayo de 2009, Chris Coleman (32, marino y especialista en seguridad), volvía a su casa luego de su rutina de gimnasio. Estaba preocupado porque su mujer Sheri no respondía sus mensajes. Nervioso decidió llamar a su vecino y amigo, el detective Justin Barlow, para pedirle que fuera a chequear cómo estaba su familia hasta que él llegara. Todos sabían que Chris Coleman había recibido, en los últimos meses, varias amenazas.
Por infobae.com
Barlow no demoró y concurrió con un oficial de la policía hasta la puerta de la casa de su amigo, situada en el 2800 de la calle Robert Drive, en la ciudad de Columbia, Illinois, Estados Unidos. Al llegar a la impecable vivienda de dos pisos, descubrieron una ventana del sótano abierta. Ingresaron por allí a la propiedad y subieron hasta la planta baja mientras llamaban en voz alta a Sheri y a sus dos hijos. Enseguida sintieron un olor penetrante a pintura. Tenían las armas en sus manos y avanzaban cautelosos, pero por única respuesta hubo silencio. En el comedor sobre los marcos de las fotos familiares colgadas en la pared había enormes letras pintadas con un aerosol rojo. Se les erizó la espalda. Pudieron leer algunas palabras: “Yo siempre estoy mirando”, “han pagado”, “castigado”.
Siguieron hacia el primer piso donde estaban los dormitorios. El escenario que descubrieron fue de terror. Sheri, de 31 años, yacía desnuda en su cama matrimonial; Garrett, de 11, tampoco respiraba y estaba acostado en su cuarto debajo de unas sábanas garabateadas con más letras rojas mientras que Gavin, de 9, se encontraba boca abajo con sus piernas colgando a ambos lados de su cama. Los tres tenían marcas de ligaduras en sus cuellos: uno tras otro, habían sido estrangulados hasta morir con una soga.
Mientras los horrorizados los peritos levantaban las huellas, llegó al lugar Chris Coleman, el padre de familia. Eran las 6:59 de la mañana cuando bajó corriendo de su auto. Un oficial lo interceptó en la puerta y le impidió ingresar. Barlow salió para comunicarle la devastadora noticia: toda su familia había sido asesinada. En su casa reinaba la muerte más brutal.
En completo estado de shock Chris cayó al piso sollozando. Enseguida llegaron su padre Ron Coleman y su jefa Joyce Meyer. Ambos lo consolaron como pudieron mientras lo sentaban en una ambulancia.
Poco después fue llevado al departamento de policía para declarar. En sus brazos tenía varios rasguños que no pasaron desapercibidos por los detectives de homicidios. Chris relató que la noche anterior con Sheri habían acostado a sus hijos y que luego ella terminó dormida en sus brazos. Que él se había ido muy temprano a entrenar al gimnasio y que la había llamado en varias oportunidades sin conseguir comunicarse con ella. Dije que se había asustado y por eso había decidido llamar a su vecino Barlow para que fuera inmediatamente.
El 9 de mayo se llevó a cabo el dramático funeral de Sheri, Gavin y Garrett en el cementerio Evergreen de Chester, muy cerca de donde vivían los padres de Chris.
Fundando la familia perfecta
Chris Coleman nació el 20 de marzo de 1977 en una estricta casa de pastores evangélicos. Creció con sus padres, Ron y Connie, y sus dos hermanos varones (uno de los cuales es hoy guardia de seguridad de una prisión estatal). Las normas en su casa eran para ser cumplidas así que en su adolescencia el primer día que se emborrachó se sintió tan culpable que llamó a su entrenador de baloncesto para confesárselo. Al terminar el secundario se unió a la infantería de marina
En mayo de 1997, en un entrenamiento militar en la base de la fuerza aérea Lackland, en San Antonio, Texas, conoció a Sheri Ann Weiss (nacida el 3 de julio de 1977). Él tenía 20 años, ella 19. Los dos eran miembros de la fuerza y tenían objetivos parecidos. Congeniaron rápidamente y nació el amor. A los tres meses de estar saliendo, Sheri quedó embarazada. Chris no concibió otra cosa que casarse. Así debía ser según su educación. Garrett Dominique Eugene Coleman nació el 30 de abril de 1998 y Gavin Christopher, el segundo hijo de la pareja, llegó a sus vidas dos años más tarde. Eran la familia norteamericana tipo. Pero los padres de Chris, desde el principio, se resistieron a la relación. Sheri les parecía poca cosa para su hijo, ambicionaban más y nunca la aceptaron realmente aunque simulaban quererla. Insistían en que ella debía convertirse al cristianismo evangélico, pero Sheri, quien había crecido como católica, no era una persona demasiado creyente.
A pesar de esta resistencia de los Coleman, Chris y Sheri se mudaron con sus hijos para vivir cerca de ellos y compraron la gran casa blanca de dos pisos de la calle Robert Drive donde ocurrirían los homicidios.
A Chris le estaba yendo muy bien en su trabajo. Como militar entrenado había logrado convertirse en jefe del equipo de seguridad y custodio personal de una famosa pastora y telepredicadora evangelista llamada Joyce Meyer, con un sueldo de unos 100 mil dólares al año. Nada mal. Como Joyce tenía la sede principal de su ministerio en San Luis, Misuri, Chris debía viajar con frecuencia allí y a todo lugar dónde ella tuviera que predicar.
Sheri y Chris Coleman eran queridos por sus vecinos quienes veían en ellos a una familia norteamericana corriente que buscaba progresar. Pero debajo de la superficie brillante y prolija, las aguas no estaban para nada calmas ni claras. Las peleas entre ellos eran frecuentes. Los permanentes viajes de Chris y sus ausencias, el que Sheri gastara mucho dinero, que Chris no fuera para nada demostrativo ni cariñoso con su mujer y sus hijos eran los motivos que disparaban las discusiones. De hecho, los amigos de la pareja no recuerdan haber visto a Chris abrazar y besar a su mujer e hijos. Todos pensaban que eso respondía a una forma de ser más reservada.
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