En vísperas de las elecciones de 1998, Allan R. Brewer Carías, desde su posición como presidente de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales, decía: “…sin duda Venezuela vive un momento de crisis aguda del sistema político instaurado hace 40 años…que requiere un inevitable y necesario cambio como lo pide la mayoría, aunque también como lo reflejan las encuestas, esa mayoría quiere que esos cambios se realicen en libertad, en democracia…”. Con la llegada de Hugo Chávez Frías a la presidencia de la República en 1998, se dará curso a lo que él mismo llamó “…un cambio estructural o una transformación de estructuras económicas, políticas, sociales, éticas…”. Baste decir que el cambio devino en tempestad con toda su acción destructiva y sumió al país en la más pavorosa crisis humanitaria, política y económica que se conozca desde 1830, sin duda una de las peores del hemisferio. En lo que va de siglo, Venezuela ha vivido bajo la égida de la confrontación y de la violencia en todas sus manifestaciones posibles. La ética de la función pública ha sido devastada por un renovado irrespeto a la Constitución y leyes vigentes. Y no solo la República Civil resultó desmantelada, sino además se ha producido una merma descabellada del patrimonio público y privado del país. Así las cosas, el modelo establecido a partir de 1999 ha sumido a la nación venezolana en un estruendoso fracaso histórico.
El pasado 22 de octubre se produjo un hecho político que dejará honda huella en la vida venezolana. Prescindiendo de consideraciones diversas, quedó ratificado el deseo de cambio en libertad, en democracia, mediante el ejercicio del derecho al voto en elecciones libres, transparentes y verificables. Ha sido la voluntad de cambio expresada vigorosamente por una nutrida concurrencia de la sociedad transversal –el país y la comunidad de naciones democráticas vieron las imágenes esperanzadoras de votantes pertenecientes a todos los estratos sociales– que acudió al llamado voluntariamente y superó las expectativas de sus organizadores y estimaciones de los sondeos de opinión. Y el país cambió porque fueron derrotados el miedo y la resignación impotente, rompiéndose esquemas y tendencias que últimamente solo favorecían el continuismo del régimen. También cambió al abrirse paso nuevas ideas que proponen una visión alternativa del Estado y sus relaciones con los particulares –el concepto predominante desde 1958, que preconiza la tesis del Estado empresario y benefactor, tanto como la extremista de izquierdas que ha prevalecido en las últimas dos décadas, desmotivando la iniciativa privada, destruyendo valor y anulando potencialidades específicas en las diversas áreas de actividad económica–.
Comprender que el hecho político registrado el 22 de octubre próximo pasado tiene consecuencias inalterables, es un primer paso que deben dar todos los actores del presente venezolano –incluido, obviamente, el chavismo–. No se trata de pactos inconfesables entre organizaciones políticas, tampoco de la secular rivalidad entre derechas e izquierdas, o entre buenos y malos como suele calificarlos el régimen, sino de reabrir –con el concurso de todos los venezolanos de buena voluntad– el cauce que restablezca una República Civil con enormes posibilidades, donde quede asegurado el Estado de Derecho, el prestigio del fuero institucional, la libertad de elegir, la sana convivencia entre quienes profesan ideas distintas y el respeto a la dignidad humana del ciudadano.