Cada quien que saque la cuenta de sus rumbas de carnaval, porque las mías están muy claras. Por lo general, ahorrábamos algo de plata, y nos acercábamos al hotel Ávila con la familia, o nos las inventábamos para bajar al Macuto Sheraton, aunque en las habitaciones más baratas del sótano, resonaban los pines estrellados en una cancha bolichera de cuatro líneas de no recordar mal, una rockola realmente rockera y un restaurant de motivos taurinos tan caro que resultaba más barato ir a la Tomaselli de Caraballeda, cuya mejor pizza era la de huevo en el medio, por no citar al Rey del Pescado Frito de todas nuestras delicias, cerca de la hoy fantasmal Carmen de Uria.
Antes, el ejercicio de la soltería nos llevaba a compartir con los amigos en San Agustín, por cierto, con rockolas de verdad-verdad y todos sus Lucho Gatica, Julio Jaramillo y el novísimo Trío Venezuela a cuestas, por supuestísimo, resonando la Billo´s frente a Los Melódicos, porque Chucho Sanoja y Aldemaro Romero me quedan como un recuerdo más remoto, parecido a los hermanos Matamoros (¡vaya apellido!), o Dámaso Pérez Prado para mi padre. O los amigos de Bello Monte en la que ya también se escuchaba con mucho ánimo a Bill Haley y sus Cometas, lejos todavía Los Beatles, en “lompleyes” traídos de fuera, arriesgados todos a las bombas de agua y hasta las latas de pintura, los gloriosos disfraces de negritas que produjo más de un chasco al atorado caballero; e, incluso, no he confirmado una leyenda del Pasapoga en el que un par de agentes encubiertos de la Seguridad Nacional lidió con el propio Miguel Silvio Sanz que no sabía de una operación acordada por el mismísimo Pedro Estrada.
Asocio el carnaval también con un comentario que escuchamos sin querer un amigo y yo, estudiando en nuestras sillas de extensión, por los lados de Stalingrado (¿la llamábamos ya, así?), en la UCV: 1961, cercanos a las carnestolendas, tramaba un grupo colarse como negritas en la fiestesota del Ávila para mitinear a la concurrencia en nombre de la revolución. No le dimos importancia, pero jamás supimos si la faena la ejecutaron, o se trataba de unos habladores de pistoladas que tanto proliferaron por aquellos días, disfrazados de revolucionarios y qué sé yo.
Tengo la idea de que los carnavales languidecieron poco a poco, ya finalizando los setenta, reducidos a una actividad escolar. Ni siquiera porque regalaban caramelos y ya había toda una industria de la distracción alrededor de varias escuelas de samba, se salvaron en la Caracas de los aburridos recorridos de las carrozas baratas, de la representación ordenada por cada despacho ministerial y de las reinas que fueron más conocidas que las “mises venezuelas”, elegidas popularmente en las parroquias. Además, el ta´baratismo nos llevó a expedicionar allende las fronteras.
Al carnaval caraqueño lo salvó Hugo Chávez con los niñitos disfrazados de paracaidistas a principios de los noventa, volviendo en presente siglo a los cauces del tedio. Valga acotar, esperando la política como un oficio digno de reivindicación, sobrando tantos disfraces.
@sosolaguido