Es cierto que Sánchez en su discurso no ha llegado a calificar a la oposición cómo escuálida o golpista, ni se ha atrevido a llamar a su principal contrincante en el PP “frijolito”, expresiones que no casan con su personalidad y que de usarse tampoco tendrían la misma receptividad o sentido en el público español. Quizás, por esa razón, ha preferido echar mano de adjetivos más ortodoxos y de una estrategia de comunicación diferente, más sutil o quizá más elegante, depende de cómo se mire, al autocalificar a su gobierno y a toda la izquierda que lo acompaña de “progresistas”, es decir, de avanzados frente a una alternativa política que lo adversa que representaría todo lo contrario, a un pasado que el viento del progresismo socialista se llevó, al de los reaccionarios y fachas, síncopa este último término de fascistas, una palabra qué en nuestro mundo actual ha cobrado connotaciones que ya nada tienen que ver con el contenido ideológico que originó el fascismo en países como Alemania, Italia y la propia España.
Otro aspecto que señalábamos allí era el de la manipulación efectuada por Chávez de la constitución, de las instituciones y del Estado de derecho, en general, tema al que nos hemos referido en ocasiones anteriores y que lo llevó a pasar de ser el presidente de un gobierno que duraba cinco años en la constitución de 1961, y para el cual había sido electo inicialmente, a uno nuevo que duraba seis y le permitía una reelección inmediata en su constitución del año 1999, o lo que es lo mismo, a cambiar como lo hemos dicho tantas veces una presidencia de un quinquenio por una posible y más que posible presidencia de doce años, lapso que ampliaría en febrero del 2009, vía referendo, para justificar una reelección continua y hasta que aguantara cuerpo, que lo convirtiera en el nuevo Juan Vicente Gómez de la historia venezolana. Un método de adulteración que estoy convencido aprendió de Fujimori, el maestro, y que funciona tanto para los gobiernos de derecha como de izquierda, pero que en la Europa actual llena de gobiernos locales de tipo parlamentario no requiere, dadas sus particulares características, de maniobras tan burdas que modifiquen expresamente la letra del texto constitucional y que pueden reemplazarse con el simple apoderamiento o control de las instituciones, que es lo que ha puesto en práctica Sánchez en España, sin necesidad de hacerle enmiendas expresas a la letra constitucional.
Aunque con fines distintos también señalábamos en esa oportunidad el acercamiento y diálogo “amiguista” de ambos mandatarios con grupos creados al margen de la ley como las FARC o ETA, cuyo único objetivo es desestabilizar al Estado y a la sociedad, e incluso con organizaciones criminales constituidas para delinquir, qué pueden servir en un momento dado a los oscuros y pragmáticos objetivos de una envilecida agenda política populista y demagógica. Una especie de utilitarismo practicado en su particular beneficio mediante la proyección de una imagen de mediadores y protectores convenientes, incluso de socios electorales necesarios, que solo busca la armonía social, la paz de las naciones y el reencuentro entre los pueblos.
Pero no es por esas coincidencias en el discurso, en el manoseo de las leyes o en el hecho de jugar incluso con cartas marcadas cuando la situación lo exige, muestra de lo cual es su reciente investidura, que la España de Sánchez, más aún después de estos cuatro últimos años, se asemeja tanto a la Venezuela chavista. Se trata de un parecido que solo se logra como resultado de un estado de descomposición político-institucional, luego del abandono de los valores y principios que rigen a un gobierno democrático, cuando la moral bastarda sustituye a la ética principista y la autoridad de los jueces y de los cuerpos policiales es ignorada y vilipendiada por el propio gobierno. Cuando, en definitiva, los personalismos sustituyen a la ley y a las ideologías, y los absolutismos reaparecen en la historia, esta vez, sin corona o sin uniforme, vestidos de traje y corbata.