En 2011, cuando exploraba el litoral de Los Ángeles con un robot de aguas profundas y el sónar empezó a mostrar una secuencia de puntos, una especie de constelación, el bioquímico y oceanógrafo David Valentine supo de inmediato que aquello no era un hallazgo común.
Por BBC Mundo
Pero no fue hasta que el sumergible a control remoto descendió hasta los casi 1.000 metros de profundidad y empezó a recorrer el lecho marino que su cámara pudo captar con claridad de qué se trataba.
Eran barriles, decenas de ellos.
Por su aspecto corroído, llevaban décadas ahí, a escasos 19 kilómetros de una costa frecuentada por pescadores, buzos y surfistas. Justo a medio camino entre la península de Palos Verdes y la isla Santa Catalina, corredor natural de ballenas, delfines y leones marinos.
“Teníamos cierta sospecha de qué podía haber allí abajo”, dice Valentine, quien es profesor en el Instituto de Ciencias Marinas de la Universidad de California en Santa Bárbara (UCSB, por sus siglas en inglés), a BBC Mundo.
“Lo que no previmos fue el desenlace que (aquel descubrimiento) iba a tener”.
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