Muchas personas que se encuentran en la mayor vulnerabilidad económica, en la desesperación por la incertidumbre total sobre si lograr o no tener un plato de comida en la mesa, recurren al trabajo sexual. Por lo general, en esa situación se encuentran muchas mujeres y otras identidades sexuales. Desde una perspectiva de DDHH, ¿qué podemos observar en esa realidad?. Al ser una actividad con una legalidad gris, las trabajadoras sexuales se ven expuestas a detenciones, a maltratos policiales, a la explotación, a la violencia, a la estigmatización y a obvios riesgos sanitarios. En Venezuela, no se cuenta con datos estadísticos actualizados sobre el trabajo sexual dado que la carnetización, el registro de lenocinios y los controles efectuados por las unidades sanitarias de control de enfermedades venéreas no ocurre desde el gobierno de Jaime Lusinchi.
Por otra parte, el trabajo sexual no solo comporta en la actualidad el intercambio consentido de actos carnales por dinero, las nuevas tecnologías de la información hacen posible el intercambio comercial de contenido sexualmente explícito por internet, con todos los riesgos inherentes que ello supone con el advenimiento de la Inteligencia Artificial, la sextorsión y el ciberacoso. Es todo un mundo de eventos a los cuales los hacedores de políticas públicas no dirigimos la mirada por considerarlos alejados de nuestra realidad cotidiana, no obstante, esa realidad puede estar atentando contra la integridad de sus víctimas y alimentando financieramente redes criminales de trata de personas cuyas mafias se enriquecen a costa de la dignidad humana.
Hay, si se quiere, dos opciones frente al trabajo sexual, 1) el estatu quo, es decir, seguir volteando la mirada, saber que hay mujeres y niñas intercambiando favores sexuales por comida, con redes de trata de personas enriqueciéndose obscenamente por ello en las peores circunstancias posibles y convenciendonos de que eso es tan natural como la lluvia o 2) pensar en reformas legales, institucionales y sanitarias, alineadas con los criterios de la ONU, que permitan descriminalizar el trabajo sexual y, en consecuencia, el Estado pueda regular y fiscalizar su práctica teniendo como objetivo resguardar la integridad personal, financiera y sanitaria de las trabajadoras sexuales frente a las redes criminales de trata de personas, la violencia y la estigmatización.
¿Es importante esto? Pues sí. En principio, porque servicios sanitarios específicamente pensados para atender a las trabajadoras sexuales contribuyen al control de enfermedades venéreas. Por otra parte, la descriminalización del trabajo sexual permitirá a esas ciudadanas abrir cuentas bancarias, gestionar créditos y optar a productos financieros que les faciliten ahorrar e invertir y, ciertamente, salir de la pobreza. Si el Estado y sus agentes fiscalizan las condiciones del trabajo sexual, con criterios transparentes y auditables, se podrá prevenir e impedir la explotación sexual infantil y asegurar que tal actividad solo pueda efectuarse bajo consentimiento entre adultos sin enriquecimiento para terceros inescrupulosos.
Asimismo, el impacto del trabajo sexual virtual, con todas sus implicaciones, de ser regulado, podría evitar la ocurrencia de delitos como la pornografía infantil, la sextorsión y la difusión de contenido no consentido. En este caso, como en otros temas en nuestro país, hace falta debate desprejuiciado, hace falta debatientes con argumentos, hace falta parlamentarios que trabajen y no solo se tomen selfies, hace falta políticas públicas basadas en evidencia y falta también lectura de las guías elaboradas por las Naciones Unidas. En definitiva, también hace falta democracia porque sólo en ella los Derechos Humanos son observados.
Julio Castellanos / jcclozada@gmail.com / @rockypolitica