En medio de la oscuridad, una líder emergió. Su nombre era Valentina (sus Siglas MCM ), y su determinación era como un viento fresco en un día caluroso. No le temía a la responsabilidad; la abrazaba con valentía. Había dejado cada gota de sudor por la libertad de su amada tierra.
Valentina no estaba sola. A su lado, miles de ciudadanos se unían en una danza de esperanza y acción. Sabían que la lucha por la democracia no sería fácil, pero como el bambú, se mantenían firmes. La resiliencia era su superpoder secreto. Se levantaban una y otra vez, aprendiendo de las caídas y creciendo más fuertes.
La neurociencia lo confirmaba: la esperanza y la resiliencia liberaban neurotransmisores en sus cerebros. La dopamina y la serotonina les recordaban que estaban vivos, que podían cambiar su destino. Practicaban la gratitud y la visualización positiva, alimentando su esperanza como un jardín floreciente.
En las calles, la gente se miraba a los ojos y se decía: “Vamos por más y hasta el final”. No era solo una frase; era un compromiso. La esperanza no era pasividad; era acción. Votaban, protestaban, construían puentes entre sus diferencias. Creían en un futuro mejor.
El régimen temía la libertad, como decía Sigmund Freud. Pero Valentina y su gente no. Se aferraban a la esperanza como marineros a un mástil en medio de la tormenta. Sabían que la libertad conllevaba responsabilidad, pero estaban dispuestos a cargarla.
Y así, la historia de Venezuela se escribía con tinta de esperanza y resiliencia. Valentina lideraba con el corazón en la mano, y su pueblo la seguía. Juntos, enfrentaban desafíos con optimismo y determinación. No importaba cuán larga fuera la noche; sabían que el amanecer llegaría.
Así que, querido lector, recuerda esta historia cuando enfrentes tus propios obstáculos. La esperanza y la resiliencia son nuestros aliadas. No estás solo en esta lucha. Vamos por más y hasta el final.
Jose Ignacio Gerbasi