La otra cara: “Acatar sin creer” Por José Luis Farías

La otra cara: “Acatar sin creer” Por José Luis Farías

En el reciente fallo de la Sentencia 32, emitida por la Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia, podría estar gestándose un nuevo dicho popular que, con el tiempo, podría rivalizar con el añejo: “se acata pero no se cumple”. Este nuevo adagio, “se acata pero no se cree”, no es simplemente una curiosidad lingüística, sino un reflejo agudo de la realidad social y política en la que se inscribe.

El dicho tradicional, “se acata pero no se cumple”, tiene profundas raíces en el ámbito legal y político, especialmente en contextos de tensión donde la obediencia formal choca con la práctica efectiva. Se usa para describir una situación en la que, aunque se acepta oficialmente una orden o una ley, en la práctica se hace caso omiso de ella. Este fenómeno no es nuevo, ni mucho menos exclusivo a ciertas geografías o épocas. En sistemas autoritarios, o en contextos políticos cargados de ambigüedad y control, la conformidad superficial es la norma, y la obediencia formal se convierte en una mascarada que oculta la verdadera resistencia.

La nueva variante del dicho, “se acata pero no se cree”, añade una capa adicional de desconfianza y escepticismo. No se trata solo de aceptar una decisión sin cumplirla; se trata de una aceptación que ni siquiera se toma en serio, una obediencia que es más una formalidad vacía que una verdadera disposición a someterse a la autoridad. En la Venezuela actual, este dicho podría servir como una crónica mordaz de la disfunción política y la apatía administrativa que caracteriza a muchos sistemas bajo presión. La separación entre la aceptación formal de una autoridad y la falta de acción efectiva es una brecha que refleja el desencanto generalizado y la desilusión con un orden que se percibe como distante e ineficaz.





Así, en este contexto, la Sentencia 32 no solo se convierte en un hito legal, sino en un espejo que refleja la fractura entre lo que se dice y lo que se hace. Es un recordatorio de que, cuando la confianza en las instituciones se erosiona, el cumplimiento se convierte en una mera formalidad, y la obediencia se ve teñida de escepticismo. La realidad, al final, puede ser mucho más complicada y matizada que el simple acto de acatar, pues la verdadera medida del cumplimiento es, a menudo, la actitud con la que se enfrenta una decisión.

De La Luz a la Penumbra Electoral

La expresión “la justicia es luz” evoca una metáfora cargada de significados: claridad, verdad y transparencia. Este principio debería ser el faro que guía a todo sistema judicial en su búsqueda de lo correcto, ayudando a discernir entre la verdad y el error, entre la justicia y la injusticia. La luz, en esta acepción, simboliza la moralidad y la verdad absoluta, dotando a la justicia de una cualidad casi divina en su aspiración de iluminar el camino de los ciudadanos.

Sin embargo, en la realidad, la Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia parece haber trocado la luz por una penumbra inquietante. En el dispositivo de la sentencia número 32, este órgano certifica y convalida que el gobierno ganó las elecciones. Pero, al hacerlo, no sólo ignora una serie de irregularidades, sino que también parece operar bajo una premisa contraria a la claridad y a la verdad que la metáfora exige.

La normativa vigente establece con precisión que el Consejo Nacional Electoral (CNE) debe presentar las actas totalizadas de los escrutinios dentro de las 48 horas posteriores a la finalización del proceso electoral. No obstante, el CNE no cumplió con este mandato, una omisión que, de acuerdo con las reglas, debería haber puesto en tela de juicio la validez de los resultados presentados. El primer boletín electoral, presentado por el presidente del CNE, Elvis Amoroso, fue una versión apresurada y sin las formalidades requeridas, que únicamente reflejaba el 80 por ciento de las actas escrutadas. Este boletín no sólo ignoraba el hecho de que la diferencia entre los dos candidatos más votados era considerablemente menor que la cantidad de votos aún por escrutar, sino que proclamaba la victoria como irreversible sin un análisis exhaustivo de los datos restantes.

El apremio de Amoroso por declarar un ganador a cualquier costo era evidente. Más de 2,3 millones de votos aún estaban por contar y la diferencia era de 700 mil votos, una cifra que, lejos de permitir una proclamación definitiva, exigía cautela y meticulosidad. Sin embargo, lo que primaba en ese momento era cumplir con una orden que fue impartida en la madrugada del 29 de julio.

Este relato es un reflejo sombrío de cómo la luz de la justicia puede ser eclipsada por la oscuridad de la parcialidad y el apuro. La justicia, lejos de iluminar, parece haberse convertido en un instrumento que perpetúa la opacidad. La sentencia número 32 y el manejo de los resultados electorales por parte del CNE revelan una distorsión de los principios de claridad y verdad que la justicia debe encarnar. En lugar de iluminar, esta situación refleja un oscuro juego de intereses que oscurece aún más el ya complejo panorama político.

La Oscuridad de la Transparencia

La justicia, como el concepto que ilumina la verdad y la transparencia, debería garantizar que lo oculto salga a la luz. En teoría, este principio demanda procesos judiciales claros y accesibles, destinados a prevenir la corrupción y el encubrimiento. Sin embargo, la realidad que se dibuja en el reciente escenario electoral contradice esta premisa.

La Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia, en su sentencia, no solo incurre en una oscura distorsión de la verdad, sino que también desatiende la transparencia que se le exige. En un contexto donde el primer boletín del Consejo Nacional Electoral (CNE) se presenta de manera precipitada y sin la rigurosidad debida, la Sala no solo avala dicha presentación, sino que también oculta información crucial.

Denuncias del excandidato presidencial Enrique Márquez, apoyadas por una testigo presencial, revelan que este primer boletín no fue producto del trabajo de la sala de totalizaciones. La elaboración del boletín no cumplió con el protocolo establecido: no se realizó en presencia de los testigos nacionales de los candidatos, de las organizaciones políticas ni de los veedores internacionales. Esta falta de transparencia pone en duda la legitimidad de los resultados presentados y el proceso en su totalidad.

El nivel de ocultamiento alcanza nuevas dimensiones cuando la Sala Electoral valida la denuncia del CNE sobre un presunto hackeo en la transmisión de datos. El CNE había afirmado que la transmisión se realizó a través de líneas telefónicas individuales analógicas y no por Internet, lo que desafìa la veracidad del supuesto ataque informático. Lo más grave es que la Sala Electoral no interrogó a los directivos de CANTV, MOVILNET ni de la empresa proveedora de las máquinas electorales, Excle. La Sala se limita a aceptar las afirmaciones del CNE sin presentar evidencia alguna, convirtiendo la palabra oficial en una verdad inapelable.

El supuesto hackeo, de acuerdo con la Sala, habría impedido la totalización de las actas, pero no debería haber afectado la obtención de información sobre los votos. Sin embargo, la Sala omite detallar las razones detrás de la suspensión de la auditoría de telecomunicaciones fase II, prevista para el 29 de julio, y la auditoría de verificación ciudadana fase II, programada para el 2 de agosto. Ambas auditorías eran esenciales para verificar las alegaciones de hackeo.

Además, el CNE no publicó los resultados de las máquinas que transmitieron a la sala de totalización de Plaza Venezuela ni entregó la base de datos del primer boletín, que incluía el 80 por ciento de las actas, a los candidatos y observadores electorales. Esta falta de publicación y de transparencia en la entrega de datos viola la legislación vigente, que exige el escrutinio completo antes de la proclamación del presidente electo. A pesar de estas irregularidades, la Sala Electoral no solo las ignora, sino que las certifica y convalida, sellando así un proceso marcado por la opacidad y la falta de rendición de cuentas.

En definitiva, la justicia que debería iluminar se ha convertido en una sombra que oscurece aún más el proceso electoral, desdibujando la claridad y la transparencia que son su esencia. En lugar de arrojar luz, el fallo de la Sala Electoral perpetúa la penumbra, dejando a la opinión pública en la incertidumbre y la desconfianza.

Cuando la justicia se apaga

La justicia, en su forma más pura, debería ser una guía y una protección para los ciudadanos, del mismo modo que la luz ilumina el camino en la oscuridad. Su misión es proporcionar orientación y asegurar que los derechos sean respetados y defendidos. Sin embargo, la actuación de la Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia ha demostrado ser todo lo contrario a esta idealización.

En el país, el 28 de julio fue un día en que se quebrantaron las normas y se alteraron las realidades aceptadas. Testigos electorales, tanto de oposición como de gobierno; efectivos militares, desde la tropa hasta los oficiales; observadores internacionales, ya fueran imparciales o afines al régimen; y ciudadanos en general, todos ellos fueron testigos de un proceso que evidenció una grave violación de la soberanía popular. Y sin embargo, la Sala Electoral parece empeñada en obviar estos hechos, tratando de disfrazar la verdad al afirmar que lo evidente es cuestionable y que la culpa recae en un presunto hackeo.

La luz también simboliza la equidad, un principio que debería impregnar la aplicación de la justicia, garantizando que todos los ciudadanos sean tratados con imparcialidad y sin favoritismos. La Sala Electoral, en lugar de actuar con justicia, ha actuado con una previsibilidad que desmiente cualquier pretensión de imparcialidad. El veredicto que se esperaba, tan anticipado como el desenlace de un guion conocido, no hacía más que confirmar lo que muchos ya sabían: la justicia no fue más que una formalidad.

El papel de la justicia como símbolo de esperanza y renovación se ve gravemente empañado en situaciones de injusticia flagrante. La Sentencia de la Sala Electoral, cuyo contenido permanece en las sombras, contrasta drásticamente con la promesa de luz y claridad que debería representar. La decisión, tomada con una aparente falta de transparencia y rigurosidad, ha dejado en la penumbra el verdadero espíritu de la justicia.

El lema “la justicia es luz” debería enfatizar su función primordial en la sociedad: iluminar, guiar y proteger a las personas, promoviendo un entorno justo y equitativo. Sin embargo, en el caso de la Sala Electoral, esta luz parece haberse extinguido. Los magistrados, en lugar de estar guiados por los principios de claridad y justicia, parecen operar en una sombra que distorsiona la verdad y desdibuja la imparcialidad. La oscuridad de su sentencia es un reflejo preocupante de una justicia que, lejos de iluminar, perpetúa la confusión y el descontento.

Desafiando la Farsa

Negarse a ser engañado, en un mundo donde las sombras se entrelazan con la luz, es una tarea ingrata, pero es un acto de rebeldía contra la impostura que nos rodea. Es esa la posición ampliamente mayoritaria del pueblo venezolano Declarar la farsa, como un héroe trágico que desenmascara a los titiriteros ocultos tras el telón, es un acto de valentía que afortunadamente hoy muchos se atreven a realizar, aún ante el miedo que se pretende sembrar con amenazas y persecución. Rechazar la complicidad, ese abrazo silencioso que nos une a la mediocridad, es un imperativo para aquellos que buscan despojarse de las artimañas fascistoides que se deslizan, como serpientes astutas, en los intersticios de nuestra realidad a través de las instituciones asaltadas por los personeros del régimen.

Es inútil, sin embargo, intentar resolver el laberinto antes de haber recorrido sus pasillos. La liberación no es una meta que se alcanza sin antes haber confrontado los espejos distorsionados de nuestra existencia, sin denunciar el abuso, la corrupción y la impunidad aviesa que hoy distingue el ejercicio del poder. Así, cada negación y cada revelación se convierten en una piedra fundamental de una construcción que, aunque insuficiente, es indispensable para la búsqueda de una verdad que trasciende las sombras, de una certidumbre que nos dé el sosiego necesario para reconstruir la república. Esta es, sin duda, una prioridad que se impone a quienes se atreven a desafiar el orden establecido, un acto de creación en un universo dominado, por ahora, por quienes se esfuerzan por mantener el caos como condición indispensable para asegurar su dominación.

En el túnel de la represión, donde los formatos se suceden como reflejos en una interminable galería, la Sentencia 32 se erige como un artefacto de ilusoria autoridad. Su eficacia, pretendida y veleidosa, se revela fútil ante la severa crisis de legitimidad que asola al gobierno de Nicolás Maduro. En la oscuridad de su falta de credibilidad, esta sentencia se convierte en un objeto de desdén, incapaz de redimir la fragmentada realidad política, un eco vacío en los pasillos de un poder que no encuentra reflejo en la fe de su propio pueblo. La formalidad de la represión, pues, no puede subyugar la verdad de la desconfianza que, cual sombra inexorable, acompaña a un régimen que se debate en el vacío de su propia diseminada legitimidad. El país demanda una solución política que nos dé futuro con paz y libertad.