León Sarcos: El paraíso perdido

León Sarcos: El paraíso perdido

Vuestros resplandores en el infinito oscuro. Tienen ternuras dolorosas. Sully Prudhomme (1839-1907).

No voy a hablarles, queridos lectores, de El Paraíso Perdido, uno de los más celebrados poemas heroicos, del genial John Milton (1608-1674), no se asusten. Obra que no he podido terminar, al igual que muchos buenos lectores, después de infinitos intentos. Solo me ha convencido de poner fin a esa retadora odisea la relectura de la deleitosa biografía de su autor, escrita magistralmente por el Dr. Samuel Johnson (1709-1784). 

Debilidad de lector, falta que pícaramente aprovecho para justificar en el mucho tiempo de vacilaciones que le llevó a Milton escoger el tema, lo tardío de sus comienzos, y el largo espacio de años que invirtió en su elaboración. Para Johnson, libro realizado bajo la desaprobación y la ceguera absoluta… su obra no es el más grande de los poemas heroicos, únicamente porque no fue el primero.





Milton obtuvo dos títulos usuales en su momento, el de Bachiller en 1628 y el de Maestro en 1632. Fue crítico acerbo de la educación universitaria de su tiempo, a la que renunció. Y, confiesa Johnson: Me avergüenza tener que decirlo, Milton fue uno de los últimos estudiantes universitarios que padeció la humillación pública del castigo corporal.  

La primera edición comprendía 10 ejemplares, en cuarto menor. De las obras de Shakespeare, que ya se consideraba una estrella, en un lapso de cuarenta años se vendieron si acaso 1.000 ejemplares, en dos ediciones, entre 1623 y 1664. La falta de interés en aquel siglo por la lectura resultaba asombrosa. 

Aprovecho, antes de comenzar a escribir sobre el otro paraíso, el de la infancia, para hacer una afirmación que viene al caso sobre el ambiente en que Milton escribió su obra:

Según Johnson, prevalecía en su tiempo una opinión de que el mundo estaba en plena descomposición, y de que hemos tenido el infortunio de ser producidos en la decrepitud de la naturaleza. Se sospechaba que toda la creación languidecía, que ni árboles ni animales tenían el tamaño de sus predecesores, y que todas las cosas estaban hundiéndose día tras día por una disminución gradual. Milton parece sospechar que los espíritus participan de la degeneración general, y no está libre del temor de que su libro vaya a ser escrito en una época tardía para la poesía épica.

Parecen recurrentes estas crisis a lo largo de la historia. Solo que las motivaciones, los síntomas y las expresiones suelen ser de distinta naturaleza en cada uno de los episodios en que la elevada inteligencia humana la siente en ciernes o ya las vive, como es el caso del ser humano en la encrucijada civilizatoria actual. 

El verdadero paraíso perdido

Una de las expresiones más genuinas y extraordinarias sobre la niñez fue la que alguna vez pronunció Rabindranath Tagore cuando dijo: Sabe alguien de dónde viene la sonrisa que revuela en los labios del niño dormido, en este caso por su hondura almática, que encierra la luminosa espera, el delicioso asombro, la trashumante inocencia, la delicada curiosidad, la embrionaria imaginación y la herencia de vidas pretéritas, en los paraísos perdidos que vivimos y conocimos y, después de conocerlos cautivados de asombro y belleza y de sentir la más pura y palpitante alegría, pedimos al dios Cronos que, por piedad, nos los devuelva.

El mejor poema, para mi gusto, Mi niñez, de Joan Manuel Serrat, maravillosamente musicalizado, del cual me parece escuchar en este preciso instante, la suave melodía de la música introductoria de violines, cuando él nos canta arrullándonos con su tierna e inimitable voz:

Tenía 10 años y un gato / peludo, funámbulo y necio / que me esperaba en los alambres del patio / a la vuelta del colegio. / Tenía un balcón con albahaca / y un ejército de botones / y un tren con vagones de lata / roto entre dos estaciones.

Cada quien tiene su particular inicio

Cada niñez viene acompañada de una caja de fantasías, tesoros, princesas y brujas, héroes y monstruos horribles y crueles, donde las condiciones de vida en las que naces, la composición familiar y los primeros contactos con los otros, trazan linderos que van haciendo nuestros destinos, empatías, gustos e inclinaciones; desde la condición humana del amigo, el tipo de ropa que usaremos, la comida que elegiremos y la lectura o los juegos que compartiremos, inclusive hasta el modelo o los rasgos de la mujer que prefiguramos para compartir a futuro. 

Somos un cuadro que viene boceteado y que nosotros mismos completamos y ajustamos, para que encaje con una parte de perfiles que traemos y otros nuevos que sumamos, fruto de nuestra actitud y visión frente a los demás, las cosas, los animales y la vida. Quien haya seguido a Serrat, como uno de sus fans, sabe que ese poema dibuja su temperamento poético, su espíritu libertario y la ternura clásica de su alma.

Debo confesar, fui un niño precoz y mi primera lectura para sorpresa de muchos puritanos, a los seis años, descubierta de manera accidental, no fue ninguna lectura infantil del tipo de El Príncipe Feliz (1888) de Oscar Wilde, ni El Conde de Monte Cristo (1846) de Alejandro Dumas y Augusto Maquet, ni Veinte mil leguas de viaje submarino (1870) de Julio Verne, ni siquiera Las mil y una noches; fue nada más y nada menos que Gamiani: dos noches de placer de Alfredo de Musset, de la que alguien escribirá:

Esta novela de Musset es una obra de arte, y al mismo tiempo un libro de pesadilla y de tormento: libro de vicio, de carne y sangre, de orgías locas, nacidas en un sueño de aromático licor de borracho magnífico y glorioso… La condesa Gamiani es la perversidad hecha mujer. Nada tan sugestivo y tan punzante como la libertina historia de esta insaciable gozadora de amor, siempre sedienta de placer raro y nuevo, siempre buscando más y más… Cuánto de risas, gritos de angustia, besos ardientes de pasión sáfica y sádica, llenan el libro de principio a fin. Para muchos críticos, una obra maestra de la literatura erótica, sobrepasa la monstruosidad del Marqués de Sade en paroxismo erótico.

Una lectura que se puede hacer, pero no sentir

Mi reacción inocente ante tal carga de exuberantes y excesivas prácticas de placer, fue mucha risa frente a cuadros eróticos que por sus dimensiones, insistencias, profundidades y combinaciones bestiales y humanas, me lucían cómicas exposiciones plenas de incredulidad y una invitación curiosa a escenas que por la edad eran inmunes a mis deseos. 

Pero esa lectura sería de mucha utilidad para amansar en mí el aroma primitivo de mis primeras experiencias con la naturaleza y me ayudaría a desarrollar desde muy temprano un aquilatado gusto por los desnudos y la desnudez, una devoción erótica por la belleza integral del cuerpo humano, en particular por el dorso de las piernas femeninas cuando al cruzarlas enseña hasta donde no podemos ver y sí mucho imaginar, sin el atorrante morbo que inconsciente me regaló Musset.

Musset me ayudaría después, adulto, a seguir apasionadamente los trabajos del excelente escritor y ensayista venezolano Rubén Monasterios (1938-2024), el mejor de los expertos en las artes eróticas y pornográficas, y en todas las posibilidades que entre ellas se dan para que no luzcan propias de mentes retorcidas y enfermas sino libres y saludables. La letra de Monasterios nunca supo de pruritos para llamar las cosas por su nombre, fue un sabio en asuntos de erotismo y sexualidad, con quien algunas generaciones nos sentimos en deuda.  

En mi caso, Musset quedaría como un vivo recuerdo cómico y yo, como Serrat, podía cantar:

Tenía cuatro sacramentos / y un ángel de la guarda amigo / y un “París-Hollywood” prestado y mugriento / escondido entre los libros. / Tenía una novia morena / que abrió a la luna mis sentidos / a la sombra de una higuera.

Un niño de verdad

Tenía un cielo azul y un jardín de adoquines / y una historia a quemar temblándome en la piel. / Era un bello jinete / sobre mi patinete / burlando cada esquina / como una golondrina / sin nada que olvidar / porque ayer aprendí a volar / perdiendo el tiempo, de cara al mar…

Tuve una afición muy temprana por los trenes, que recibí como regalos entre los 8, 9 y10 de manera consecutiva, gracias a un hada madrina muy bonita y generosa llamada Beatriz, como el gran amor de Dante y que después, adulto, adopté como mi forma preferida para viajar entre el carro, el barco y el avión. Pasaba horas enteras, después de armarlo, tirado en el piso hasta que se agotaba la pila o cansado me quedaba dormido. Adoro un largo viaje en tren en buena compañía, el más celebrado e inolvidable sería el que realicé con mi hija. 

Pertenezco a una generación a la que no le gustaron nunca las mascotas. Entre la atención o el cuidado a una mujer, un desvalido, o un anciano, prefiero hacerme protector de cualquiera de estas tres clases de seres; pero siento afecto y devoción especial por el pavo real, el colibrí, los venados, los caballitos de mar y los caracoles, solo para contemplarlos para la eternidad.

En mi casa casi nunca hubo animales. Las pocas veces que tuvimos fue porque la hermana menor que yo, mi gemela y mi llave para todo, desde que fuimos al colegio tenía enamorados que le regalaban patos, perros, venados, palomas y nuestros padres, a regañadientes, por ser la preferida, se los aceptaban. 

Fuimos a la primaria en un momento estelar de la educación en Venezuela, durante los años sesenta, los más hermosos de una naciente democracia, donde concurríamos niños procedentes de diferentes estratos sociales y convivíamos de manera armoniosa gracias al excelente cuidado, atención y protección de maestros que transmitían una educación de calidad y de verdad; con sus excepciones, casi todos fungían como segundos padres cuando salíamos de casa.

Competir para ser primero

Y en julio, en Aragón, tenía un pueblecito / una acequia, un establo y unas ruinas al sol. / Al viento los ombligos / volaban cuatro amigos / picados de viruela y huérfanos de escuela / robando uva y maíz / chupando caña y regaliz / creo que entonces yo era feliz.

Fui de los destacados durante toda la primaria. Competía hasta con mi hermana adorada Mélida, ya de partida, por los primeros puestos y desde la escuela adquirimos la rutina de pararnos de madrugada para estudiar sentados en silencio en la misma mesa. Hasta que tocaba el café y se formaba una puja de insultos en voz baja porque ella tenía el mal hábito de sorber el café haciendo mucho ruido en la taza. Entonces yo me paraba furioso a dar vueltas, retirado hasta que ella terminaba de tomarlo.

En la clase había de todo: niños y niñas buenos y sanos apegados a las reglas, vagabundos de calle que eran obligados a formarse, envidiosos y malvados que los maestros mantenían vigilados y a raya, especialmente a la hora de ir al baño durante el receso, en que los docentes eran de verdad perros guardianes que no permitían por ninguna razón exceso alguno y menos un abuso o la práctica del famoso bullying, casi una costumbre de los resentidos o malqueridos de estos tiempos. 

Fuimos hijos de un contexto histórico en América Latina, donde las dictaduras militares empezaban a ser sustituidas por los gobiernos civiles y democráticos y vivimos la insurrección de la izquierda marxista contra las nacientes democracias, donde venció la razón. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que nuestras generaciones, la Baby Boomer y la X, fueron hijas de un contexto mundial de paz donde resaltaba la aspiración por la democracia y el mensaje de la rebelión de los sesenta en Estados Unidos con su nueva música, el rock and roll, y el espíritu contestario que desplazó al pater familias por la distribución de la autoridad en casa, incorporó a la mujer y a los negros a grandes conquistas por los derechos civiles y eso nos hizo más justos y más humanos.

Fueron dos generaciones que vivieron, a través del influjo de vanguardias intelectuales y musicales, el encuentro de las religiones y las costumbres de Oriente. Aprendimos a apreciar la naturaleza y los valores esenciales de la tierra y eso hizo que nos enfrentáramos a los tecnócratas, al cálculo exclusivo de todo, al materialismo y al consumismo, y que combatiéramos en todos los terrenos por un desarrollo más humano y menos tecnocrático. 

Servir, un principio vital para ser 

Era de los niños que su madre colocaba en una silla y allí tranquilo se quedaba; pero muy pronto descubrí que el camino a la libertad se gana intentando servir y ser útil y rápido logré el puesto de ayudante en los quehaceres domésticos. Esa aptitud me ganó la simpatía del resto de la familia con la que cohabitaba y particularmente de todos los tíos y tías por parte materna y paterna, a quienes me ganaba muy fácilmente mostrándome siempre presto a servirles de mensajero, sirviendo café, agua o refresco y haciendo mandados remunerados de acuerdo a la distancia.

Eran días muy felices en los que el amor y los halagos de todos se confundían y me hacían crecer y acentuar mi cuidado personal en los preparativos para entrar a la escuela. Pronto me vi envuelto en dos ambientes en los que compartía  sin confusiones,  entre siete hermanas y una madre, solícitas todas, protectoras y mimosas, y un ambiente de machos mexicanos, donde viajé desde los 8 años como compañero de un tío materno muy querido, llamado Mochosoy, que hacía transporte en un inmenso camión llevando contrabando desembarcado en un puerto en la alta Guajira y entregado en una ciudad fronteriza, y un primo adulto llamado Paira, que me enseñó a disparar desde un pequeño Smith and Wesson cañón corto, hasta una ametralladora Madsen y un fusil automático liviano. 

Hijos de la narrativa, la radio y la televisión

Tenía una casa sombría / que madre vistió de ternura / y una almohada que hablaba y sabía / de mi ambición de ser cura. / Tenía un canario amarillo / que solo trinaba su pena / oyendo mi viejo organillo / o mi radio de galena.

Todavía quedaba mucho aliento a la narrativa, y una explosión de nuevos y consagrados narradores latinoamericanos hicieron su aparición y fueron vanguardia en un momento estelar de nuestras letras. Vivíamos las principales diversiones a través de la radio. Eran tiempos en que era emocionante escuchar un juego de beisbol Caracas-Magallanes narrado por Delio Amado León o Arturo Celestino Álvarez.

Todavía se escuchaban las radionovelas, a pesar de que había televisión; entre ellas, una escrita por Alberto López Ruiz, el hombre que habla al corazón de las mujeres, que llegó a conseguir una de las más altas sintonías, titulada El Gavilán, una especie de superhéroe justiciero que hacía sus apariciones al ritmo de joropo. En la televisión tuvimos los cuentos más maravillosos de Walt Disney y los primeros Westerns, que se quedarán para siempre como un recuerdo indeleble de nuestro paso por la infancia. Fuimos orgullosamente niños y vivimos un bello paraíso hoy perdido por el paso de los años, mañana recobrado en cualquiera de las estaciones donde religiosamente nos toque morar a cada uno. 

Dos mundos, dos infancias

Hoy puedo hacer una breve aproximación de cuáles son los principales rasgos que distinguen el comportamiento, valores y las expectativas de la herencia de la infancia vivida por la generación Baby Boomers (1945-1964) y la generación X (1965-1981), en relación con los comportamientos, valores y expectativas de las generaciones Y (1982-1994) y Z (1996-2000). 

No tengo que explicar que en los dos bloques hay de todo y mezclas distintas y originales de individuos que las superan a todas en virtudes, valores y habilidades cognitivas. Hablo de una percepción muy general e intuitiva de lo que veo y siento. Hablo tendencias o aproximaciones, simplemente.

Nosotros, me incluyo dentro de la primera, somos hijos de la narrativa, de la radio, la televisión y el cine. Ellos son hijos de la computadora, de los smartphones y de múltiples juegos electrónicos que imitan la vida, pero potenciando la violencia, la guerra y la confrontación en todos los órdenes. Nosotros elegimos para ser la individualidad, ellos el individualismo.

Nosotros somos hijos de una naciente y siempre esperanzadora democracia. Ellos son hijos de la degeneración de aquella y de la aparición de regímenes híbridos que la distorsionan y de un populismo que la ha transformado en el más decadente de los espectáculos. Ellos son hijos de las trompetas que anunciaron el fin del comunismo. Nosotros de uno de los movimientos más esplendorosos y renovadores de la sociedad civil en la cuna de la democracia. 

Nosotros somos una generación auditiva, de oyentes y también visual, que cree en la palabra, que le es vital la narrativa, que necesita explicaciones, que le gustan los grados de aproximación, el gradualismo, el misterio, que nació en un momento de grandes esperanzas, de buena música y buena poesía, donde renacía la paz y la esperanza. Ellos son el producto casi exclusivo de las imágenes, los simulacros, las verdades a medias, la información general e inútil que no saben distinguir por cuenta propia. Son impacientes, pretenden todo para ahora. Son renuentes a escuchar. Para ellos no hay nada que aprender, ya todo está ahí en la máquina.

Nosotros nos formamos para amar al ser humano y a nuestro opuesto, pero también al prójimo. Para compartir, para comulgar, para orar. Para recitar, para cantar, para el romance, para la ternura. Ellos para poseer, para usar, para disfrutar el cuerpo como cualquier objeto y luego desecharlo. Lejos el sentir muy cerca el cálculo. Todo es material, todo es consumo. Todo es pérdida o ganancia. El dinero es un dios, no importa el origen ni la fuente, lo importante es tenerlo. Son seres aislados y huraños cada día más introvertidos y más arrogantes. Creen estar en la cima con el teléfono en la mano, como pensaban muchos de nuestra generación, cuando tenían el carro y pisaban el acelerador.  

Nosotros sabíamos que el saber se transmite. Se cultiva, se procesa, se destila. Ellos piensan que se hereda de las máquinas. Ellos no interpretan, solo repiten. Copian y reproducen. Nosotros fuimos hechos para reflexionar, ellos para hacer sin pensar. No fueron niños, no tuvieron etapas de crecimiento. Nacieron viejos, nunca tuvieron infancia. Nosotros quisimos parecernos cada vez más a los seres humanos, para mejorarnos. Ellos quieren parecerse y se están pareciendo cada día más a las máquinas. 

Epílogo

Confieso que me resulta casi imposible mantener no una comunicación fluida, sino tan solo una relación mínima con las generaciones Y y Z. Pienso y siento que su infancia y su manera de entender al mundo es tan distinta, que cada vez que lo intento me siento horrorizado por la profunda arrogante ignorancia de muchos, a pesar de estar sobreinformados. No se sabe lo que se picotea, porque solo las aves comen picoteando, por eso son una de las especies más atrasadas, aunque para mí de las especies, sea las más hermosa e inocente del reino animal. 

Esas generaciones hijas de las nuevas tecnologías, lo primero que apretaron sus manos al terminar de salir del vientre, no fue un dedo de su madre, fue un smartphone, e inmediatamente se sentaron a uno de esos juegos electrónicos que tanto divierte como envilece. Es similar a si a nosotros, durante la infancia, se nos hubieran entregado en lugar de juguetes y cuentos, armas reales sofisticadas para combatir a los futuros enemigos de la especie humana.

El problema esencial va más allá de los matices en el trato, las relaciones y la óptica para ver el mundo; el asunto es más estructural y complejo, pues a mi manera de ver entraba el flujo de comunicación elemental para procesar las relaciones sociales en todos los ambientes desde la casa, pasando por la escuela, el trabajo, los sitios de entretenimiento y las celebraciones. 

Estoy convencido que la narrativa para contar, explicarse y explicar, ha sido truncada. Porque el conocimiento está siendo trastocado. Esto pone en tela de juicio el concepto de autoridad en que se ha fundado la razón. Impera una falta de comunicación por el empoderamiento por igual de todos los individuos. 

La sobreinformación, la mayoría falsa y distorsionada, crea una tendencia natural a la indiferencia, la arrogancia y el aislamiento, aun estando en cuerpo presente en todos los eventos familiares y sociales. Pero sobre todo, en ese aislamiento elegido subyace una violencia acumulada, lista para explotar contra cualquier tipo de autoridad a la más mínima provocación. 

Cuando vamos a las escuelas no estamos programados para escuchar y aprender, por el contrario, llevamos las informaciones últimas que recibimos vía smartphone cuando pasamos la noche en vela, o interrogantes para emplazar o burlarnos de quien está supuestamente preparado para enseñarnos. Cuando en la casa celebramos en familia y alguien trae un tema que importa por las implicaciones que tiene para el conjunto familiar, ese tema será remplazado por el que trae cada quien de acuerdo a su influencer y su problema particular, por lo que realmente, la convocatoria al final se pierde, el ambiente se vuelve una gallera donde nadie escucha a nadie: comen, beben y se van sin enterarse de las razones para las que realmente fueron convocados.

Para las generaciones que comienzan a vivir en este siglo y progresivamente se hacen más esclavos ciegos de las nuevas tecnologías, el ser humano cada día importa menos. Esa es la razón por la que percibo que los jóvenes hoy tienen más propensión a la protección y al cuidado del mundo animal en general que al de la especie humana en particular, y eso no es pecado. El pecado es que, a la hora de decidir, a quien ayudar, entre mendigos, abandonados y hambrientos, y el resto de la especie animal opten por preferir al resto de los animales, en lugar de a los seres humanos. 

En mi paraíso perdido de la infancia, tú, madre, apareces en cada línea que he leído. Recobrado tu tierno amor, me haces el más valiente de los guerreros descendientes de tus ancestros, y el más humilde receptor de las anécdotas que aprendiste de una de las primeras novelas de Don Quijote que recibiste en premio de los padres capuchinos en la Goajira, y que con tanto amor me transmitiste. Digno, seguro y justo con tu herencia, padre. Libre y sin miedo, mi espíritu como cuando niño, reventando de esperanzas.

León Sarcos, septiembre 2024