Los venezolanos hemos sido testigos de cómo uno de los países más ricos de América Latina, el nuestro, se fue transformado, en el lapso de tan sólo una década, en uno de los más pobres, en competencia con Haití, Honduras y Nicaragua. Aun así, en la medida en que caía la actividad económica nos ilusionábamos con la idea de que estábamos “tocando fondo”, por lo que vendría el inevitable “rebote” hacia la recuperación. Pero sucede que siempre se puede estar peor. Hoy, en el marco de la inestabilidad política y social que trajo la violación de la voluntad popular por parte del madurismo al arrogarse, falsamente, el triunfo en las elecciones del 28-J, se acentúan tres problemas básicos de nuestra economía que, de no ser atendidos acertadamente, llevarán a un retroceso aún mayor.
El más acuciante es el encarecimiento acelerado en el precio del dólar y la brecha creciente entre su cotización oficial y la del mercado paralelo. En efecto, desde el 28-J el deslizamiento del tipo de cambio en este último ha sido de un 20% y el diferencial con el precio del dólar anunciado por el BCV de igual magnitud. Cabe señalar que durante los primeros nueve meses del año el Instituto Emisor contuvo su cotización por debajo de los 37 Bs/USD, pero en el último mes se vio obligado a devaluar en más de un 17%, en persecución del dólar paralelo. Recordemos que la política antiinflacionaria de “anclaje cambiario”, junto a la astringencia crediticia (encajes elevadísimos) y la contracción drástica del gasto, sobrevaluó el bolívar. Pero ahora, en el contexto de la incertidumbre y desconfianza sobre el futuro del país provocada por el arrebato electoral que pretende Maduro, la población acentúa su demanda de divisas. Y, dada su escasez, el BCV ya no puede evitar el alza en su precio. Es previsible, por ende, que se incremente la inflación, perjudicando aún más la capacidad de compra de los asalariados, en particular, de los empleados públicos, cuyas remuneraciones están congeladas desde hace dos años. Golpea significativamente, además, al sector privado, pues debe fijar sus precios según la cotización oficial, pero la reposición de sus mercancías frecuentemente se hace con el dólar paralelo. El respiro que ofrecen las exportaciones de la empresa Chevron es insuficiente. Sólo las posibilidades de una salida pacífica, consensuada a la crisis del país podrá atajarse este descalabro.
El segundo problema consiste en el deterioro continuado en la capacidad de gestión del Estado venezolano. Repercute, entre otras cosas, en el colapso en la prestación de los servicios públicos, incluidas la educación y los servicios de salud. La descapitalización de talento por los bajísimos sueldos, el maltrato y la falta de expectativas promisorias, deja a escuelas y hospitales sin el personal requerido para poder cumplir a cabalidad con tan importantes funciones y se traduce, en otros ámbitos, en apagones cada vez más frecuentes, la falta de suministro regular de agua, gas y el estado caótico del transporte público. Esta situación tiene visos de empeorar ante el recrudecimiento de la inflación y la incapacidad del Estado de compensar el deterioro en las remuneraciones de sus empleados. La migración de muchos y las protestas reivindicando mejores condiciones de trabajo, amenazan con agravar aún más la prestación de estos servicios, en desmedro del bienestar de los residentes. Tampoco puede esperarse una mejora en las gestiones ante la administración pública, cada vez más engorrosas, inciertas y costosas, aumentando los niveles de frustración del venezolano común. Lamentablemente, el interés del Estado se ha concentrado en el uso de sus cuerpos represivos para acallar la protesta. Al sembrar un clima de terror entre quienes reclaman el respeto por los derechos de nuestro ordenamiento constitucional, Maduro incrementa la sensación de inestabilidad e incertidumbre arriba comentada.
El tercer gran problema estriba en el aislamiento financiero del Estado y la drástica reducción de su base impositiva. Dejaremos para un escrito posterior comentar acerca de la industria petrolera, tan importante para nuestra economía, pero aquí recordaremos la merma sostenida en sus capacidades productivas y la caída, consecuente, en sus ingresos. Ello incidió en la situación de insolvencia a la que arribó el Estado en 2017, al no poder honrar su deuda por los bonos 2020 de PdVSA, año y medio antes de la imposición de sanciones a la venta de petróleo venezolano por parte de EE.UU. Cabe señalar que esta empresa presentaba un proceso sostenido de deterioro en su flujo de caja bajo el régimen de control de cambio, al vender los dólares de sus exportaciones a una tasa absurdamente baja y afrontar gastos locales que se aceleraban al ritmo de la inflación. Asimismo, desviaba fondos para financiar actividades –las misiones sociales– ajenas a su misión corporativa, sin mencionar la corrupción, el despilfarro y la falta de inversiones en el mantenimiento de su capacidad productiva. Esta merma obligó a PdVSA a pagar buena parte de sus compromisos tributarios con financiamiento monetario del BCV, alimentando la inflación. Por último, la contracción de la actividad económica interna a la cuarta parte de lo que era diez años antes, complementa la inopia en los ingresos tributarios de las finanzas públicas. Tanto el aislamiento financiero del Estado, como la precariedad de sus finanzas, apuntan a un mayor colapso de la gestión pública, incluyendo el continuado deterioro de sus servicios.
No hay manera de superar la tragedia que agobia hoy a los venezolanos y evitar que la situación se siga empeorando si no se logra acceder a un generoso financiamiento internacional. Ello pasa por rescatar a la industria petrolera, garante, en última instancia, de nuestra capacidad de pago. Pero la ventana de oportunidades que se le presenta a Venezuela para aprovechar su petróleo se va cerrando ante los imperativos de la transición energética para afrontar el cambio climático. Además, el acceso a fuentes de financiamiento externo habrá de resolver, necesariamente, nuestra condición de país insolvente, negociando una reestructuración profunda de la deuda pública externa. Sin estos recursos, será prácticamente imposible resolver las graves deficiencias en la prestación de los servicios públicos y elevar la capacidad del Estado para atender los numerosos problemas que enfronta el país. Y el elemento clave para acceder a estos recursos y crear las condiciones propicias para desatar el cúmulo de iniciativas para superar estas insuficiencias, es, como estamos hartos de escuchar, la confianza.
Sabemos que esta confianza no se decreta, se construye cumpliendo con las reglas de juego (instituciones) que proveen las seguridades y garantías requeridas para que la gente arriesgue sus capitales y comprometa sus esfuerzos en emprendimientos promisorios. Es decir, sin un marco institucional capaz de generar confianza, difícilmente podrá reestructurarse provechosamente la deuda externa, ni tampoco conseguir los recursos para adelantar la reforma profunda que demanda el Estado para solventar sus cuentas y combatir la inflación, y para atender, satisfactoriamente, la emergencia humanitaria compleja que afecta a parte importante de la población.
Lamentablemente, el gobierno de Maduro viene haciendo todo lo contrario de lo que hace falta para construir confianza. Con su vulgar robo del resultado electoral, proclamándose torpemente como ganador sin presentar prueba alguna de ello y cuando las evidencias disponibles señalaban que sufrió una derrota contundente y, luego convalidar tal fraude con el poder judicial, declaraciones de quienes comandan la FAN, de la Asamblea Nacional y demás poderes, ha terminado por destruir lo que quedaba de legitimidad en los poderes públicos venezolanos. Ya lo dijo, claramente, Celso Amorím, asesor de su antiguo aliado, Ignacio Lula da Silva: “la confianza está rota”. Y si se mira más allá –España, la Unión Europea, el resto de América Latina (salvo Cuba, Nicaragua, Bolivia; ¿México?), EE.UU., el Reino Unido, Canadá—la desconfianza es todavía mayor. ¿Cómo confiar en quien es capaz de cometer una trampa tan chapucera a plena luz del día y luego desata una ola represiva que atenta contra las normas de respeto a los derechos humanos universalmente reconocidas? ¿Quién, entonces, acudirá a rescatar a Maduro de las torpezas que se auto inflige y con las cuales sigue destruyendo al país?
Es incomprensible que un liderazgo tan nefasto, fracasado, incompetente e inhumano logre mantenerse en el poder. Más allá de la cúpula militar corrupta, de los magistrados cómplices y de otros depredadores de la cosa pública, para el resto del andamiaje militar y de funcionarios es, sencillamente, suicida continuar acompañando al núcleo fascista de Maduro, “cuesta abajo en su rodada” al abismo.
Humberto García Larralde, economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela, humgarl@gmail.com