Desde que el pasado 5 de noviembre Donald Trump ganó las elecciones por segunda vez, para los miles de migrantes que esperan en México a que la aplicación CBP One les de una cita para solicitar un permiso humanitario con el que entrar a Estados Unidos, conseguirla se ha vuelto más urgente que nunca. El Gobierno de Joe Biden, que puso en marcha esta herramienta gratuita hace casi dos años para ordenar el flujo de las miles de personas que llegan a sus fronteras a pedir asilo, dice que la mayoría consigue turno en menos de ocho semanas, pero muchos de los que aguardan en Ciudad Juárez aseguran llevar meses sin tener suerte en lo que consideran una lotería; una tómbola que ahora se ha convertido en una carrera contrarreloj con la meta en el 20 de enero, el día en el que tomará posesión el republicano, que ha prometido acabar con este programa.
Por El País
“Yo llevo un año esperando en México a que me salga la cita por CBP One”, dice Damarys Godoy, una migrante venezolana que participa cada jueves en un taller de bordado en la catedral de Ciudad Juárez, mientras su hija Carlys, de ocho años, hace manualidades con un grupo de niños migrantes. Esta mujer de 34 años originaria del Estado Barinas decidió dejar Colombia —a donde había migrado en 2016 empujada por la crisis venezolana— con su esposo y la menor de sus tres hijas, animada por una hermana que vive en Miami. Ahora, tras atravesar la peligrosa selva del Darién y pasar 12 meses en México, vive con la incertidumbre de si conseguirán cruzar la frontera antes de que Trump llegue a la Casa Blanca. “Queremos pasar legalmente para darle un futuro a nuestros hijos, pero tenemos miedo porque él dice que no quiere a los migrantes y más a nosotros, los venezolanos, porque algunos han hecho cosas malas”.
Los migrantes como ella aguardan con temor no solo por las promesas de Donald Trump de acabar con CBP One y otros permisos por razones humanitarias, que han beneficiado a 1,3 millones de personas, o de emprender deportaciones masivas, sino también por los recuerdos del primer mandato de un presidente que ha ganado dos elecciones con un discurso antiinmigrantes, y que usó la crueldad como método de disuasión con políticas como la de “tolerancia cero”, por la que miles de niños fueron separados de sus padres indocumentados en la frontera. Seis años después, cientos de estas familias aún no han sido reunificadas porque el Gobierno perdió el rastro a los padres tras deportarlos, y cada vez es más difícil pensar que algún día puedan hacerlo.
Por eso, Damarys sueña con conseguir una cita antes de enero con la que pasar legalmente y pedir un permiso de trabajo. “Si no, vamos a estar muy intranquilos porque no sabemos qué va a pasar con nosotros si nos agarra migración de los Estados Unidos, ¿qué va a pasar con la niña?”, se pregunta. “Nos la pueden quitar porque escucho que eso lo hizo Trump en el pasado”. Mientras los migrantes especulan con lo que pasará una vez que el republicano regrese a la Casa Blanca, las organizaciones que los asisten tratan de tomar fuerzas ante la promesa de deportaciones masivas, pero también ante un posible aumento del flujo de personas antes del 20 de enero o por la implementación de nuevas restricciones que traigan una nueva crisis a la frontera.
Un laboratorio para “externalizar fronteras”
“Estamos claras que va a ser un una época difícil. En la frontera estamos acostumbradas a vivir en esta situación de emergencia, sobre todo en los últimos cinco años”, reconoce Blanca Navarrete, directora de la organización Derechos Humanos Integrales en Acción (DHIA). Esta mujer de 43 años que lleva más de media vida dedicada a los migrantes en Ciudad Juárez hace un recuento de los episodios que han desbordado la capacidad de atención de este municipio separado de la ciudad texana de El Paso por el Río Bravo, y un muro cada vez más extenso y con más alambres de púas.
Primero, recuerda Navarrete, fueron las caravanas de migrantes que congregaban a miles de personas en busca de protección en su camino al norte. Luego vinieron los Protocolos de Protección de Migrantes, por los que Trump mandó a México a más de 71.000 personas a esperar su turno para pedir asilo, y por los que se formaron enormes campamentos de refugiados en la línea fronteriza. Con la pandemia llegó el Título 42, por el que el republicano cerró la frontera invocando motivos de salud pública. Y también tuvieron que atender a miles de migrantes confundidos que Washington enviaba en los llamados “vuelos laterales”, devoluciones en caliente de quienes habían ingresado ilegalmente a Estados Unidos por otros puntos de la frontera.
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