Lo cierto es que somos educados para competir, para ser vencedores o vencidos. Desde las calificaciones escolares hasta las prácticas cristianas: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona” (2 Timoteo 4:7-8). La competencia se plantea como natural, justificada, más aún desde que aprendimos el valor del tiempo. Pienso en John Belville que, en 1836, vendía el tiempo en Londres. Los empresarios se quejaban de la nulidad de los relojes públicos. Estos “relojes mentirosos”, decían, ocasionaban pérdidas cuantiosas y les impedía competir con eficacia. La familia Belville mantuvo este negocio, hasta 1940, con cientos de suscriptores lanzados en una competencia comercial contrarreloj y “smithiana”.
La muerte nos pone en una maratón desde que nacemos.
En un cuento de Mary Shelley, “El inglés reanimado”, Roger Dodsworth, queda sepultado en una avalancha en el Monte St. Gothard. No muere sino que, a causa de la baja temperatura, queda en animación suspendida. Esto sucede en 1654 d.c. y resucita en el siglo XIX. Ese presente le resulta invivible a pesar del progreso a la vista. El deterioro que observa lo abruma. Pero sin la muerte la competencia no tendría sentido. El tiempo cuenta, sin duda, y solo existe para los vivos, dice Javier Marías en, “Cuando fui mortal”, un relato de 1983: “Yo no puedo hablar ahora de noches o días, todo está nivelado sin necesidad de esfuerzo ni de rutinas, en las que puedo decir que conocí sobre todo la tranquilidad y el contento: cuando fui mortal, hace ya tanto tiempo, allí donde todavía hay tiempo”.
La civilización es, entonces, un mecanismo de cooperación. De hecho, las especies con mayores posibilidades de sobrevivir son las que se ayudan entre sí. Los lobos cazan en manada y se las arreglan muy bien para acorralar a sus presas. Y las hormigas, adictas al trabajo, se desviven por su colonia. Pero también está la cooperación entre especies distintas, como las abejas y las flores que se benefician mutuamente. Quizás, si el hombre se entendiera mejor con el planeta, este nos infligiría menos catástrofes. También he escuchado a los apasionados de la desdicha decir que el hombre es la única especie que no coopera entre sí pero, en serio, no lo veo de esa manera. Aquí seguimos, a pesar del “que vive de los otros, que el que mata, que el que cura o está fuera de la ley…”, como dice el tango del señor Enrique Santos Discépolo.