Bajo el sol abrasador de la mañana, una multitud inquieta se agolpaba ante un funcionario de inmigración en un remoto rincón de México, cada una rogando por tomar un vuelo de salida.
Por New York Times
No intentaban llegar a Estados Unidos, como muchos de ellos habían anhelado no hace mucho. Ahora intentaban regresar a Venezuela —o simplemente escapar de esta ciudad—, si al menos tuvieran los pasaportes, los papeles o los medios para salir.
Hay al menos 3000 venezolanos varados en Tapachula, una ciudad sofocante cerca del extremo sur de México, que solía ser una puerta de entrada para los migrantes procedentes de Guatemala. No hace mucho, miles de personas recorrían sus calles, abarrotando albergues y durmiendo en patios, parques y plazas.
Pero la ciudad se ha quedado quieta. Los refugios están vacíos. Los parques donde las familias se hacinaban están desiertos.
Ahora, el movimiento es a la inversa. Una a una, las personas suben a autobuses, vuelven sobre sus pasos a pie o cruzan flotando el río Suchiate, de vuelta a Guatemala y a sus países de origen.
Forman parte de una creciente ola de migración inversa: personas que, ante las políticas de línea dura del presidente Trump, han tomado la dolorosa decisión de regresar a los países de los que una vez huyeron —lugares marcados por la violencia, la pobreza y el cambio climático— y abandonar, al menos por ahora, sus sueños de una vida mejor.
Los miles de personas que permanecen en Tapachula carecen de documentación o recursos para hacer otra cosa que esperar. Las restricciones migratorias de México, adoptadas bajo la presión de los gobiernos de Joe Biden y Donald Trump, les impiden incluso salir de la ciudad, y tampoco pueden regresar fácilmente a Venezuela.
“Estamos atrapados”, dijo Patricia Marval, una venezolana de 23 años que tiene ocho meses de embarazo y lucha por cuidar a tres niños en una choza de una sola habitación hecha de bloques de hormigón.
Cada día, su pareja intenta reunir unos pocos pesos en un taller de carpintería: apenas lo suficiente para arroz y tortillas, pero nunca para comprar pañales para Siena, su hija de un año. Algunas noches, el hambre les atormenta mientras duermen, dijo.
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