Lejanos los tiempos de repasar el catecismo. Recuerdo tres índoles de pecado, según su nivel de ofensa a Dios. Veniales, de niños y personas buenas, mentirillas insignificantes, rabietas y furias sin consecuencia, inofensivas diabluras que no buscan deliberados afrentar a Dios e incluso, no impiden comulgar en misas y fiestas de guardar siempre que el pecador se arrepintiese sincero.
Pecados graves, los diez mandamientos, llamados mortales, variedad de formas que tiene el ser humano de ofender al Creador. La vida se atiborra de faltas, que ameritan arrepentimiento franco, remordimiento real y vergüenza de haber faltado al todopoderoso; que deben ser confesados y sólo por la confesión y verdadera atrición pueden ser perdonados.
Y un tercer nivel, que va más allá de la gravedad, del ultraje directo, casi personal con el Señor. Pecados de la conducta humana que reciben el adjetivo de “capitales” porque constituyen fuente, principio y cabeza de otros pecados. Es decir, su compulsión tienta a satisfacer su deseo a toda costa, lo que implica cometer otros pecados para lograrlo.
Son siete los pecados capitales, de falta humana, contraria a las enseñanzas cristianas, y a los cuales con frecuencia sucumbimos. Lujuria, pensamientos impuros por excesivo apremio sexual, búsqueda enloquecida por satisfacer placer sin límites, la cual genera y degenera en actitudes y procesos deshumanizantes. Gula, el consumo desmedido e irracional de alimentos y bebidas, glotonería que conduce a pagar graves consecuencias físicas y sociales. Avaricia o codicia, plétora al igual que la lujuria y gula, pero en ambición de poseer bienes materiales y riquezas de forma irreflexiva, sin importar los medios para obtenerlos. Pereza, incapacidad de hacerse cargo de la propia existencia y obligaciones espirituales de la fe que practique. Olvidan el cuidado propio y descuidan el amor a Dios, generando desánimo, tristeza y desgano. Ira, sentimiento descontrolado de rabia, que impulsa a cometer actos de violencia física contra otros o sí mismo; impotencia ante la realidad, que despierta actitudes como discriminación y ajusticiamiento al margen de la ley. Envidia, pesar ante el bien o éxito de terceras personas, no simplemente el deseo de tener lo que el otro posee, sino de que no tenga bien alguno; deseo del mal ajeno. Soberbia, valoración desbocada del atractivo e importancia propia ante los demás. Se consideran superiores a quienes les rodean. Narcisismo y vanidad son maneras de ser soberbio.
Elemento por el cual se nos juzga, qué y quienes somos. Mayor conocimiento y preparación, más elevada la fuerza del pecado, una es el apetito del que tiene hambre porque es pobre y otra la del que come porque sí, no puede o no quiere dejar de hacerlo; otra es lujuria del ignorante, del que carece de preparación, y del que tiene formación, discernimiento y juicio.
Por eso, tan escandalosa, difícil de comprender, la salacidad del sacerdote, aún peor cuando se desata sobre niños, que observan en el clérigo al maestro a escuchar, seguir; ser humano de mayor preparación en quien confiar, y por eso engañado, impresionado, atemorizado por quien debiera ser pedagogo avezado e ilustrado, y no seductor. El párroco de formación extensa, se le entrena para guiar, entender y enseñar, no para dejar en libertad inclinaciones y debilidades.
Existe la sensación de que la Iglesia Católica ha sido afectada por instintos humanos en hombres que fueron preparados no para evitar tenerlos, sino para controlarlos. Los votos sacerdotales de pobreza, obediencia y castidad, no son casualidades ni caprichos. Son sacrificios de conducta que se exigen a quien ha sido fortalecido con fuerza moral, convicción y elementos intelectuales para controlarlos, y a través de ese fortalecimiento y conocimiento, ser maestro, guía, confidente, consejero, ejemplo día y noche de la mejor conducta.
Cuando un clérigo, sacerdote, eclesiástico abusa sexualmente, en especial de los más débiles, agiganta su pecado, su delito, lo convierte en tragedia para el niño engañado, presionado, y para quien lo engaña, distorsiona hasta lo más hondo de la fe.
No puede ni debe la Iglesia Católica dejar pasar la denuncia hecha por un diario estadounidense. Porque no sólo se indica en esa información que los peores pecadores han sido perdonados de manera tolerante y en consecuencia cómplice, con lo cual la institución falla gravemente, sino que algunos han sido devueltos al escenario de sus gravísimos pecados, con lo cual se demuestra a los feligreses que una cosa dice la Iglesia, y otra hace consigo misma.
Un pecado capital de gravísima irresponsabilidad, que descuartiza la institución que se fortalece no sólo con lo que es, sino con lo que jamás puede tolerar; el resquebrajamiento de sus integrantes.
@ArmandoMartini